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PATTY
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PATTY
Desnuda, con sus grandes glúteos y su sexo de vellos negrísimos, abierto, aún con signos de la
humedad del coito, sus caderas y su grupa, casi perfecta, encima del muchacho que aún tiene los
ojos abiertos, pero ya con el vacío de la muerte en la retina, Patty sigue teniendo esa aureola
erótica que siempre, desde que la conoció hace dos años, lo había excitado. Pese a eso, el resto
de la escena le parece realmente grotesca: un charco de semen, grande, ya seco, manchando la
sábana bajo las nalgas del novio que era poseído, el rostro de espasmo gozoso de la muchacha
que nada tiene que ver con ese miedo en la cara, en los ojos, en el rictus de la boca de su novio.
¿Qué los había llevado a suicidarse de aquel modo? Alain no sabe. Se lo pregunta varias veces,
aún parado en la puerta mirando todo aquello, pero no sabe. Toda la sangre que brotó de las
muñecas abiertas de la mulata quizás en ese mismo instante en que hacían el amor, había ido a
manchar, a empegotar con grandes coágulos, el pecho del muchacho, que también tenía las venas
de las manos cercenadas con esa cuchilla de afeitar que ve tirada en el piso, a un costado de la
cama.
ERA su día preferido: domingo, y, como siempre, esperaba a que todos en casa estuvieran listos
para aliviar las tensiones de la semana tomando un buen baño de sol junto al mar. Llevaba casi
un mes sin hacer ejercicios y ya se imaginaba corriendo a lo largo de la franja de arena
blanquísima de Santa María. Una costumbre de años: había convertido prácticamente en un mito
disfrutar el paisaje de la carretera hasta aquel sitio tan paradisíaco de la costa norte, casi tanto
como se anunciaba en las postales turísticas, parquear junto al Club Militar que limita esa playa
con Guanabo, desvestirse y luego de un baño rápido junto a Camilito y Camila, echar a correr
lentamente por toda la costa, mirando las olas romperse bajo sus pasos, respirando
profundamente hasta sentir que los pulmones se le limpiaban del humo y la mierda de la ciudad
con tanto aire puro, contemplando a los bañistas que aprovechaban también los primeros días de
aquel verano, a las jineteras asoleándose junto a sus presas a quienes untaban dorador con un
cariño maternal evidentemente falso y la fabricada plasticidad de quien se sabe superior,
triunfador en la dura lid de la vida y que disfruta ser observada, y corría y descontaba kilómetros
de playa y bañistas y pelotas que esquivaba y perros que huían de la orilla, empapados y
perseguidos por sus amos que insistían en bañar otra vez al pobre diablillo asustado que casi
volaba por la arena, con el rabo entre las patas, y balsas que entraban al mar y botes alquilados
por extranjeros y niños correteando y huyendo de las olas, hasta que llegaba a la zona de los
rusos, donde el residencial Tarará con los esqueletos de casas cubiertas por las yerbas y otras
lujosas que habían reparado algunas firmas extranjeras, le recordaban que no debía abusar del
ejercicio y sólo entonces se detenía, también lentamente, nunca de golpe, como le habían
enseñado cuando practicó atletismo en la escuela de policías, se llevaba las manos a la cintura y
cargaba de aire limpio los pulmones.
Iban a partir cuando le llegó la nota del viejo Alex: Necesitaba verlo urgente.
—Ok, por la noche lo veo —le dijo al muchacho que esperaba en la puerta, sudado, respirando
agitadamente, sujeto el manubrio de la bicicleta y fija la mirada en los gestos del teniente.
—No —fue la respuesta —. Tiene que ser ahora. Te espera en diez minutos allá en la casa.
Esta vez fue él quien lo miró fija, secamente, quizás con cierta molestia. El muchacho bajó los
ojos. Alex Varga no era gente de andar fastidiando por gusto a sus amigos, y menos un domingo,
se dijo Alain. El viejo sabía de sobra que aquel era el día, el único día, para salir con su familia y
no se lo jodería así, de gratis. Algo debía estar pasando.
Desde que Alex lo había ayudado cuando el caso de los niños perdidos, hacía ya dos años, sus
relaciones se habían estrechado mucho: se visitaban; cuando Camilito o Camila o él mismo
cumplían años, siempre llegaba algún regalo; Patty, la hija del viejo, se había convertido en la
madrina del propio Camilito, y nunca lo habían llamado de aquel modo. ¿Viniste desde La Habana
Vieja en bicicleta? El muchacho asintió. Espérame entonces, metemos la bicicleta en el maletero
y regresamos en mi carro. Y fue al cuarto. Camilito discutía con la madre: no quería ponerse la
trusa azul.
—Me aprieta aquí —dijo, y se tocó los güevitos, mirándolo, como buscando apoyo.
Alain no pudo dejar de sonreír: el muy desgraciado había salido con sus mismos caprichos. Él no
soportaba nada apretado.
—Voy a casa de Alex un momento —le dijo a Camila.
—¿Pasó algo?
—Algo pasa —respondió mientras se ponía el pulover que le gustaba llevar a la playa —. De todos
modos, termina de preparar las cosas y espérame.
Alex no le dijo una sola palabra cuando lo vio entrar. En la cara, en la extraña transformación que
habían tomado las arrugas de sus cuencas, en la irritación que pudo descubrir en el fondo de
aquellos ojos, se veía que Alex Varga, el duro ex-detective, curtido en las peores cosas por su
vida de negro marginal de alcurnia, había llorado, y mucho. Cuando Alain lo saludó, con el mismo
abrazo de siempre, sintió también que las manos del viejo se aferraban a su espalda, con la fuerza
de quien sabe que sólo puede ser salvado por esa persona.
Todavía sin decir palabra, montaron en la máquina de Alex y se perdieron por las calles estrechas
de La Habana Vieja, que a esa hora comenzaba a despertar. Se detuvieron frente a un portalón
enorme de la calle Muralla. Era un solar. En el fondo, varios negros saludaron a Alex con respeto.
Entonces habló.
—Entra y dime qué te parece —dijo, empujando la puerta.
Visto así, de lejos, contemplado el cuarto desde la puerta, donde ha quedado detenido, pasmado,
con un frío que lo va vaciando poco a poco, todo indica que ha sido un suicidio. Recuperado del
shock de los primeros minutos, hurgando en sus tripas para sacar la coraza de acero del policía,
logra empatar detalles de lo que observa e imagina la escena: algo terrible sucede, o ha sucedido,
Patty y el muchacho, desnudos, deciden quitarse la vida y puede ver a la mulata ir al bañito y
regresar con la cuchilla, extenderla hacia el novio que respira profundo, aprieta los ojos y se da un
tajazo en la muñeca de la mano izquierda. El dolor del corte le ha hecho soltar la cuchilla sobre la
sábana. La sangre ha brotado de golpe y comienza a correr por su brazo y sin esperar, se muerde
los labios, vuelve a cerrar los ojos y con la cuchilla en la mano izquierda corta rápido, profundo,
las venas de su muñeca derecha. Alain cree ver cómo extiende las manos ensangrentadas hacia
Patty. Cree ver a la mulata llorando por algo indefinible, como entre brumas, tomar la cuchilla y…
es él quien ahora cierra los ojos para no seguir imaginando.
Pero algo, no sabe qué, quizás aquellos dos años de relaciones con Patty, aquellas largas
conversaciones en que aprendió a conocer a la mulata, aquellos lazos raros y sensualmente
tiernos que lo unieron a la hija de su amigo, le hacen increíble esta escena. No imagina, no
encuentra manera de imaginar a Patty cortándose las venas en un rapto de desesperación por
quién sabe qué causa. Alguna pieza no encaja bien en todo aquello. Puede respirarlo. Algo olfatea
en esa cama, en esos cuerpos, en esa sangre que le despierta su instinto, su manía de dudar
siempre de lo evidente. Por eso se acerca y comienza a mirar, a buscar, a tratar de encontrar la
explicación al suicidio de una persona que, podía jurarlo, estaba marcada por la vida para un
destino distinto. Sencillamente, y lo tenía bien aprendido por conocerla tan a fondo, Patty no
estaba destinada a morir de aquel modo.
El humo del tabaco de Alex cae sobre todas las cosas. Alain ya se ha acostumbrado a respirar
aquel aroma, a saber que cuando salga de aquella habitación y regrese a la casa para irse con
Camila y el niño a la playa, lo llevará en las ropas. El viejo está sentado en su butacón de siempre,
todavía con la marca del llanto ahogado en cada arruga de la cara; un llanto que sólo ahora Alain
comprende. Aún para él, acostumbrado a ver gente asesinada, atropellada en todas las formas
posibles, imaginables, era duro ver a Patty desangrada en aquel cuartucho. Para Alex debió haber
sido peor: sólo en unas horas, la vejez, que había logrado frenar a fuerza de cojones, lo había
transformado en ese hombre destruido que tenía frente a él y que, sin embargo, trataba de
aparentar menos dolor del que a las claras se veía.
—¿No ha venido la policía? —pregunta al viejo—. ¿Qué pasa?
—Ya vino.
—¿Y qué dijo? —insiste Alain, extrañado.
—Estoy esperando —le contesta Alex—. Tú eres la policía.
No entiende. Cuando entró al cuartucho, ya Patty y el novio debían andar por unas doce horas de
estar muertos. El suicidio había sido descubierto, pero el lugar no estaba preservado como se
establecía. Simplemente habían cerrado la puerta y ni Alex, según le dijeron, había entrado.
—No habrá más policía que tú en esto, Alain —vuelve a sentir la voz ronca del viejo —. Y a Patty la
entierro pasado mañana… Se murió en un accidente.
—Pero necesito una autopsia, Alex… el muchacho parece estar drogado.
—Tienes un día…
—Está bien. Llamo a Criminalística…
—Patty murió en un accidente, Alain —corta el viejo, soltando grumos de humo mientras habla—.
No quiero más policías en esto.
Sólo entonces cree entender, aunque le parece una locura. Se recuesta en el sofá y se pasa la
mano por la cara y la cabeza, buscando la calma.
—¿Tú sabes lo que me estás proponiendo?— dice.
El viejo no contesta: Alain descubre en la cara de Alex la conocida reciedumbre, su tozudez
característica, pero decide enfrentarlo.
—Primero, Patty se suicidó, ¿qué invento es ese del accidente? —le dice, contando sus frases con
los dedos—. Segundo, aunque fuera un accidente, el cadáver lo tenemos que examinar nosotros,
la policía. Tercero, yo sólo no puedo ni hacer la autopsia, ni buscar las pruebas del suicidio en ese
cuartucho, ¿qué te crees que es esto?…
Tampoco recibe respuesta. Sólo los ojos del viejo clavados en los suyos y se siente incómodo,
desarmado. Otra vez, aunque sea únicamente a través de esa mirada, ante él está el verdadero
Alex Varga.
—Todas estas cosas tienen que ir por lo legal, viejo… —intenta de nuevo, ahora con un tono más
pausado, los dedos de ambas manos unidos y mirando al piso, para no sentirse aplastado por la
mirada del otro—. Yo te ayudo, tú lo sabes, puedes contar conmigo, pero siempre por lo legal. Yo
sé cómo te sientes…
—Cuando el caso de los niños perdidos —corta Alex— te expliqué que éste es un mundo
distinto… ¿recuerdas?
Ha dejado de mascar el tabaco y ahora humea entre sus dedos, dejando escapar una fina
columna, que comienza a subir hacia el techo.
—Cuando saliste del cuarto, me di cuenta que también notaste lo que yo supe desde que entré allí
esta mañana: Patty nunca se suicidaría, Alain, eso lo sabes bien.
—Entonces es peor —cree encontrar algo de qué agarrarse—. Si es un crimen, yo sólo no puedo
resolverlo…
—Si no puedes, vete —soltó secamente Alex—. Vete y no cuentes a nadie lo que viste… Ni a
Camila, ni a la policía… Si pudiera, lo hacía yo y mi gente, pero necesito una cara no conocida y
que sepa pensar como detective… como policía.
Alain baja la cabeza, la mueve negando y siente en la nuca la mirada de Alex, dura, casi hiriente,
puede imaginar que defraudada.
—No, viejo —dice—. No te dejaré sólo…
Tocan a la puerta. Pasa, dice Alex, y Alain ve entrar a la nieta con un vaso y unas pastillas en la
palma de la mano que extiende hacia su abuelo. Lo ve tomar de un trago la medicina y devolver el
vaso a la niña agradeciendo con una mirada de pronto tierna, pero que al volverse hacia él se
torna punzante, agresiva.
—¿Cuántas veces hemos hablado de esto? —suelta, y vuelve a dar una cachada al tabaco.
Alain no responde. Era cierto. Su relación con el viejo le había servido de mucho para conocer
más, para entender menos superficialmente, la mentalidad del bajo mundo, las leyes casi secretas
que dominaban todo aquello trasmitiéndose de padres a hijos y de estos a sus hijos y así desde
tiempos muy remotos y bien distintos a los que se vivían en La Habana de fin de siglo. Pero en
muchas cosas, como en aquella, nunca habían logrado ponerse de acuerdo.
—Si de algo te sirve —continúa Alex, marcando, casi masticando con rabia algunas palabras—,
piensa que algo me dice que a Patty la mataron por algo relacionado con mis negocios, o con los
suyos, o con los de su novio, que es como si dijera que son negocios de familia. No sé por qué
también algo me dice que en esto hay mucha mierda que puede romper cosas que a nadie en este
país molestan, aunque sean ilegales, y que sirven para que muchos de los que viven en barrios
como éste se lleven algo a la barriga. Si la policía se mete, eso se embroma, y ni tú ni tus colegas
van a venir aquí a darle comida a esta gente.
Al menos comparte ese criterio. Sabía, y se lo puso de ejemplo a sí mismo para convencerse más,
que era en las zonas marginales donde brotaba y se ramificaba ese mal del mercado negro
parecido al dragón de la leyenda: cuando le cortaban una cabeza, le salían dos nuevas. Un
mercado que extendía sus tentáculos a los sitios menos imaginables, que se nutría del comercio
legal como una telaraña enorme que colgaba de todas partes y garantizaba que en algunas
familias se comiera y vistiera y calzara mejor, aunque, por desgracia, los pesos gordos iban a
parar a los bolsillos de unos pocos hijoeputas que sí merecían les echaran el guante y los
metieran bien cerraditos detrás de las rejas. Esa, el mercado negro, era una sola de las tantas
cosas sucias que hacían menos dura la vida en aquellos barrios.
—De todos modos —dice entonces—. Me será muy difícil hacer esas cosas… Todavía en
criminalística tengo amigos que pueden tirarme un cabo, inventando algo grande, claro, para que
no hablen, pero conseguir un forense para la autopsia sí que no puedo.
—Lo que hagas es cosa tuya —Alex aplastó lentamente el tabaco en el cenicero y se olió los
dedos, como disfrutando el aroma—. Si te decides, pongo a mi gente a buscarte información. Tú
lo sabes. Vas a tener la mejor red de agentes que un policía ha tenido en su vida. Lo demás va por
ti, y claro, como dijo Martí: en silencio ha tenido que ser.
Siente que la tensión se afloja. Cuando el viejo Alex decide tirar una broma, aún sintiéndose
como imagina que debe estar por la muerte de su hija, es que sabe la pelea ganada.
—Voy a hacerlo por Patty, viejo —le dice—. Ella no se merecía esta mierda.
El viejo va hasta el barcito y sirve dos tragos. Ron Caney, se dice Alain, hecho en Santiago. Años
hacía que no tomaba eso.
—La gente tiene la muerte que se busca, mi’jo.
—¿Qué me quiere decir, viejo?
—En los últimos tiempos, junto a ese muchacho, Patty andaba en malos pasos.
—¿No le decía en qué cosa?.
—Nunca —responde y bebe un trago largo que saborea antes de tragar—. Discutimos porque sí,
es verdad, el muchacho se drogaba, y duro, y yo sé mejor que ellos adónde pueden llevar esas
cosas.
—¿Cuándo fue eso, viejo?
—Hace muy poco —dice—, dos, tres meses, más o menos. Pero se fue a vivir con él a ese
cuartucho y no supe más de ella.
Aquello le pareció raro. Alain sabía que nada grande se movía por esos barrios que no conociera
el viejo, mucho menos si se trataba, como decía él, de algo de la familia. Alex lo miraba, fijo,
siempre a los ojos.
—Sabe que no le creo, ¿verdad, viejo? —y le sostiene la mirada.
viejo triste y mustio que lo recibió esa mañana. Era él quien ahora se miraba las manos,
arrugadas, de largos dedos —. Patty en eso salió a mí. Es…era muy orgullosa. Yo sabía que si la
chequeaba de algún modo y ella se daba cuenta, la perdería para siempre. Otras veces se había
ido y siempre regresaba. Por eso la dejé libre.
—¿Y cómo descubrieron que estaban muertos?
—Tenían una viejita que les limpiaba el cuarto por las mañanas. Patty es… era… muy limpia, y le
pagaba. Le habían dado una llave para que pudiera entrar si ellos no estaban. Cuando los
encontró, me mandó a buscar con un amigo de Cristo.
—¿Cristo? —en la cabeza de Alain ese nombre resuena, no sabe por qué ni de dónde, pero
resuena.
—Sí —responde Alex—. Cristo se llama… o le dicen…le decían… es ese muchacho que estaba
con Patty.
Cuando te vi entrar por la puerta con esa cara de mierda que pones cada vez que algo grave se te
antoja, supe que algo malo pasaba, Alaincito. Y perdona. Pero ya te conozco tanto que sé hasta lo
que estás pensando de sólo un vistazo. Claro que puedes contar con tu socio Tomate, ¿ves? Que
yo sí me tomo muy en serio eso de que los amigos están para ayudarse, aunque a veces, como
ahora, es mejor decir, para joderse. Porque no es fácil. ¿Lo de darte y buscarte información sin
que los de la Unidad se enteren?: una bobería. Tú sabes que en el archivo mando yo y meo yo y
cago yo y allí ni el gordo Lastra, con todo y sus grados y su nivelazo de jefe de unidad, puede
meter las narices sin que lo sepa este Tomatico que ves aquí. Lo otro es más difícil. Mira, en el
laboratorio o en criminalística podemos hablar con Eugenio y Maritza, que tú sabes son un vacilón
como gente, aunque la cosa se complica en el momento de mover la técnica. ¿Me dijiste que se
llevaron el cadáver del cuarto? Sería bueno que lo movieran a un lugar donde nadie sospechara
de Eugenio, y haya condiciones, claro, si es que se decide picotear a la Patty esa ahí, porque tú
sabes que lo demás se hace en el mismo laboratorio. Eso, para ir avanzando, ¿porque la entierran
pasado mañana, no? Llamamos a los dos ahora mismo y salimos de dudas. El cuartucho ese que
mencionas, si lo mantienen cerrado, tú sabes más que yo de eso, no es cosa de preocuparse.
Ojalá sea verdad que no han tocado nada allí para ver si sale algo, aunque, déjame decirte,
Alaincito, que si todo es como me cuentas no debes descartar totalmente la idea del suicidio. Te
lo dice tu socio Tomate que es de la calle aunque sea archivero de la poli, y ya viste que vivo en la
misma mata de la delincuencia, que este barriecito es de apaga y vamos, socio, y tú mismo, con
tus graditos de policía y todo, si sales entretenido para allá afuera, así, vestido de civil, te
acorralan, te apalean, te ponen una pluma en tu lindo culito y te venden como un pavorreal. Con
un pitillo de marihuana, y sólo sabe el santo Dios cuántos se tiraron ese día, cualquiera se corta la
cara, el culo y las venas y ni se entera hasta que esté vacilando a la mismísima Parca. A esa hora,
así, endrogados, se le ocurre a uno del grupo que hay que caparse, porque con los poderes que
tienen, con lo poderosos que se sienten son capaces de volvérselas a enganchar y se cortan los
cojones con la seguridad de que les volverán a nacer como si fueran una lagartija que tú le cortas
una pata o la cola y … ya sabes. Así que ahí tienes. Tu socio Tomate, que ya te ha sacado varias
veces las castañas del fuego, te lo asegura. No descartes nunca lo que parece evidente, aunque
tampoco te guíes por lo que se ve a simple vista. Lo demás, con Eugenio y Maritza lo
encontramos. Si es suicidio, saldrá con las pruebas, y si no, ojalá haya alguna pista que te lleve al
criminal, que vaya, déjame decirte, es un sádico el muy cabrón, porque matar a dos cuando están
gozando así de los placeres de la vida es de anjá, socio, hay que tener la mente enferma. Y como
ya sé que te apura, pero como dicen los ingleses Leidis fers, socio, vamos a llamar a Maritza, que
puede ir trabajando, si es que su noviecito matancero no la vino a visitar el fin de semana. ¿Sabes
que dicen que maúlla como una gata cuando la tienen bien cogida por atrás? Claro, sí, ya sé que
no te metes en esos chismes, pero imagina yo, que siempre estoy guardado, aturdido y abrumado
por la carga del tedio nuestro de cada día en el archivo, de algo tengo que ocuparme, ¿no?
Gracias a eso, Alaincito, es que puedo darte toda esa información que te he dado en todos estos
casos, y que, para recordárselo, señor, aún no me has agradecido como debes. ¿Tú crees que con
una botella de ron malo te vas a limpiar conmigo? Cuando el caso de los niños perdidos me
prometiste una alta botella, un litro de la high, un envase de alcurnia, un líquido de primerísima
calidad para asustar mis miserables tripas acostumbradas a la metralla, uno de esos litros que el
buen Dios manda para los que tienen dolaritos y que tomas en tu casa, y te apareciste con una
botella de ron a granel del que venden en las bodegas por la libreta. ¡Caballo, no aprietes! Y ahora,
así con tu carita linda, te me bajas con este rollo. Pero no importa, estimado compañero Alain Bec,
aquí está — y estará, déjame aclararlo — el justiciero, el nunca bien ponderado, el ilustrísimo y
excelentísimo Tomate para ayudarte en esa campaña de limpiar entuertos que te has trazado
desde que te metiste a la dignísima ocupación de policía. ¿Cuál era el número de Maritza? Ojalá
no le interrumpa un desordenado y felino coito con su noviecito viajero. ¿Sabes que el muy
aprovechador está estudiando para poli también, allá en la escuela de Matanzas? Dicen que es
tremenda escuela, con de todo para enseñarte a coger a los negros, ¿ves? Otra vez al negro
Tomate se le salió el racismo, quise decir que tiene de todo para coger a los delincuentes
(seanblancosonegrosochinosomulatosorubios) con las manitos en la sucia masa. Da ocupado.
Probemos con Eugenio. Ese sí debe estar, ¿quién rayos va a salir a la calle un domingo con
cuatro chamas grandes y dos chiquitos? ¿Sabes cómo le dicen a la mujer? La curiela: pare cada
tres meses. Oye, tampoco. Creo que voy a tener que coger mi carro particular marca Flying
pigeon, mi bicicleta, ya sabes, y caerles en su casa. Si quieres, adelántate, dile al viejo Alex que
lleve el cuerpo a un lugar donde se pueda trabajar apartado y con calma, un garaje o algo así,
donde no haya intrusos ni nadie mirando ni jodiendo, y que no se le ocurra meter una de sus
negras patas en el cuarto. Sí, socio, ya sé que el experimentado Alain ya se ocupó de eso. Y a
propósito, Alaincito, Camila me prometió una panetela para la semana pasada y aquí hasta mis
amiguitas las moscas y mis compañeras de cuarto, las cucarachas, están cansadas de esperar.
Cuando alguien toca a la puerta tú las ves, pobrecitas, como salen con pancartas y todo y
consignas ensayadas y banderitas de colores, pensando que ya llega el dichoso dulce. Me parten
el corazón, compadre. ¿Hacemos un trato?: Tú me traes la panetela y yo te ayudo en este trabajito
sucio, ¿sí o sí?
SIGUE CON "CRISTO"
humedad del coito, sus caderas y su grupa, casi perfecta, encima del muchacho que aún tiene los
ojos abiertos, pero ya con el vacío de la muerte en la retina, Patty sigue teniendo esa aureola
erótica que siempre, desde que la conoció hace dos años, lo había excitado. Pese a eso, el resto
de la escena le parece realmente grotesca: un charco de semen, grande, ya seco, manchando la
sábana bajo las nalgas del novio que era poseído, el rostro de espasmo gozoso de la muchacha
que nada tiene que ver con ese miedo en la cara, en los ojos, en el rictus de la boca de su novio.
¿Qué los había llevado a suicidarse de aquel modo? Alain no sabe. Se lo pregunta varias veces,
aún parado en la puerta mirando todo aquello, pero no sabe. Toda la sangre que brotó de las
muñecas abiertas de la mulata quizás en ese mismo instante en que hacían el amor, había ido a
manchar, a empegotar con grandes coágulos, el pecho del muchacho, que también tenía las venas
de las manos cercenadas con esa cuchilla de afeitar que ve tirada en el piso, a un costado de la
cama.
ERA su día preferido: domingo, y, como siempre, esperaba a que todos en casa estuvieran listos
para aliviar las tensiones de la semana tomando un buen baño de sol junto al mar. Llevaba casi
un mes sin hacer ejercicios y ya se imaginaba corriendo a lo largo de la franja de arena
blanquísima de Santa María. Una costumbre de años: había convertido prácticamente en un mito
disfrutar el paisaje de la carretera hasta aquel sitio tan paradisíaco de la costa norte, casi tanto
como se anunciaba en las postales turísticas, parquear junto al Club Militar que limita esa playa
con Guanabo, desvestirse y luego de un baño rápido junto a Camilito y Camila, echar a correr
lentamente por toda la costa, mirando las olas romperse bajo sus pasos, respirando
profundamente hasta sentir que los pulmones se le limpiaban del humo y la mierda de la ciudad
con tanto aire puro, contemplando a los bañistas que aprovechaban también los primeros días de
aquel verano, a las jineteras asoleándose junto a sus presas a quienes untaban dorador con un
cariño maternal evidentemente falso y la fabricada plasticidad de quien se sabe superior,
triunfador en la dura lid de la vida y que disfruta ser observada, y corría y descontaba kilómetros
de playa y bañistas y pelotas que esquivaba y perros que huían de la orilla, empapados y
perseguidos por sus amos que insistían en bañar otra vez al pobre diablillo asustado que casi
volaba por la arena, con el rabo entre las patas, y balsas que entraban al mar y botes alquilados
por extranjeros y niños correteando y huyendo de las olas, hasta que llegaba a la zona de los
rusos, donde el residencial Tarará con los esqueletos de casas cubiertas por las yerbas y otras
lujosas que habían reparado algunas firmas extranjeras, le recordaban que no debía abusar del
ejercicio y sólo entonces se detenía, también lentamente, nunca de golpe, como le habían
enseñado cuando practicó atletismo en la escuela de policías, se llevaba las manos a la cintura y
cargaba de aire limpio los pulmones.
Iban a partir cuando le llegó la nota del viejo Alex: Necesitaba verlo urgente.
—Ok, por la noche lo veo —le dijo al muchacho que esperaba en la puerta, sudado, respirando
agitadamente, sujeto el manubrio de la bicicleta y fija la mirada en los gestos del teniente.
—No —fue la respuesta —. Tiene que ser ahora. Te espera en diez minutos allá en la casa.
Esta vez fue él quien lo miró fija, secamente, quizás con cierta molestia. El muchacho bajó los
ojos. Alex Varga no era gente de andar fastidiando por gusto a sus amigos, y menos un domingo,
se dijo Alain. El viejo sabía de sobra que aquel era el día, el único día, para salir con su familia y
no se lo jodería así, de gratis. Algo debía estar pasando.
Desde que Alex lo había ayudado cuando el caso de los niños perdidos, hacía ya dos años, sus
relaciones se habían estrechado mucho: se visitaban; cuando Camilito o Camila o él mismo
cumplían años, siempre llegaba algún regalo; Patty, la hija del viejo, se había convertido en la
madrina del propio Camilito, y nunca lo habían llamado de aquel modo. ¿Viniste desde La Habana
Vieja en bicicleta? El muchacho asintió. Espérame entonces, metemos la bicicleta en el maletero
y regresamos en mi carro. Y fue al cuarto. Camilito discutía con la madre: no quería ponerse la
trusa azul.
—Me aprieta aquí —dijo, y se tocó los güevitos, mirándolo, como buscando apoyo.
Alain no pudo dejar de sonreír: el muy desgraciado había salido con sus mismos caprichos. Él no
soportaba nada apretado.
—Voy a casa de Alex un momento —le dijo a Camila.
—¿Pasó algo?
—Algo pasa —respondió mientras se ponía el pulover que le gustaba llevar a la playa —. De todos
modos, termina de preparar las cosas y espérame.
Alex no le dijo una sola palabra cuando lo vio entrar. En la cara, en la extraña transformación que
habían tomado las arrugas de sus cuencas, en la irritación que pudo descubrir en el fondo de
aquellos ojos, se veía que Alex Varga, el duro ex-detective, curtido en las peores cosas por su
vida de negro marginal de alcurnia, había llorado, y mucho. Cuando Alain lo saludó, con el mismo
abrazo de siempre, sintió también que las manos del viejo se aferraban a su espalda, con la fuerza
de quien sabe que sólo puede ser salvado por esa persona.
Todavía sin decir palabra, montaron en la máquina de Alex y se perdieron por las calles estrechas
de La Habana Vieja, que a esa hora comenzaba a despertar. Se detuvieron frente a un portalón
enorme de la calle Muralla. Era un solar. En el fondo, varios negros saludaron a Alex con respeto.
Entonces habló.
—Entra y dime qué te parece —dijo, empujando la puerta.
Visto así, de lejos, contemplado el cuarto desde la puerta, donde ha quedado detenido, pasmado,
con un frío que lo va vaciando poco a poco, todo indica que ha sido un suicidio. Recuperado del
shock de los primeros minutos, hurgando en sus tripas para sacar la coraza de acero del policía,
logra empatar detalles de lo que observa e imagina la escena: algo terrible sucede, o ha sucedido,
Patty y el muchacho, desnudos, deciden quitarse la vida y puede ver a la mulata ir al bañito y
regresar con la cuchilla, extenderla hacia el novio que respira profundo, aprieta los ojos y se da un
tajazo en la muñeca de la mano izquierda. El dolor del corte le ha hecho soltar la cuchilla sobre la
sábana. La sangre ha brotado de golpe y comienza a correr por su brazo y sin esperar, se muerde
los labios, vuelve a cerrar los ojos y con la cuchilla en la mano izquierda corta rápido, profundo,
las venas de su muñeca derecha. Alain cree ver cómo extiende las manos ensangrentadas hacia
Patty. Cree ver a la mulata llorando por algo indefinible, como entre brumas, tomar la cuchilla y…
es él quien ahora cierra los ojos para no seguir imaginando.
Pero algo, no sabe qué, quizás aquellos dos años de relaciones con Patty, aquellas largas
conversaciones en que aprendió a conocer a la mulata, aquellos lazos raros y sensualmente
tiernos que lo unieron a la hija de su amigo, le hacen increíble esta escena. No imagina, no
encuentra manera de imaginar a Patty cortándose las venas en un rapto de desesperación por
quién sabe qué causa. Alguna pieza no encaja bien en todo aquello. Puede respirarlo. Algo olfatea
en esa cama, en esos cuerpos, en esa sangre que le despierta su instinto, su manía de dudar
siempre de lo evidente. Por eso se acerca y comienza a mirar, a buscar, a tratar de encontrar la
explicación al suicidio de una persona que, podía jurarlo, estaba marcada por la vida para un
destino distinto. Sencillamente, y lo tenía bien aprendido por conocerla tan a fondo, Patty no
estaba destinada a morir de aquel modo.
El humo del tabaco de Alex cae sobre todas las cosas. Alain ya se ha acostumbrado a respirar
aquel aroma, a saber que cuando salga de aquella habitación y regrese a la casa para irse con
Camila y el niño a la playa, lo llevará en las ropas. El viejo está sentado en su butacón de siempre,
todavía con la marca del llanto ahogado en cada arruga de la cara; un llanto que sólo ahora Alain
comprende. Aún para él, acostumbrado a ver gente asesinada, atropellada en todas las formas
posibles, imaginables, era duro ver a Patty desangrada en aquel cuartucho. Para Alex debió haber
sido peor: sólo en unas horas, la vejez, que había logrado frenar a fuerza de cojones, lo había
transformado en ese hombre destruido que tenía frente a él y que, sin embargo, trataba de
aparentar menos dolor del que a las claras se veía.
—¿No ha venido la policía? —pregunta al viejo—. ¿Qué pasa?
—Ya vino.
—¿Y qué dijo? —insiste Alain, extrañado.
—Estoy esperando —le contesta Alex—. Tú eres la policía.
No entiende. Cuando entró al cuartucho, ya Patty y el novio debían andar por unas doce horas de
estar muertos. El suicidio había sido descubierto, pero el lugar no estaba preservado como se
establecía. Simplemente habían cerrado la puerta y ni Alex, según le dijeron, había entrado.
—No habrá más policía que tú en esto, Alain —vuelve a sentir la voz ronca del viejo —. Y a Patty la
entierro pasado mañana… Se murió en un accidente.
—Pero necesito una autopsia, Alex… el muchacho parece estar drogado.
—Tienes un día…
—Está bien. Llamo a Criminalística…
—Patty murió en un accidente, Alain —corta el viejo, soltando grumos de humo mientras habla—.
No quiero más policías en esto.
Sólo entonces cree entender, aunque le parece una locura. Se recuesta en el sofá y se pasa la
mano por la cara y la cabeza, buscando la calma.
—¿Tú sabes lo que me estás proponiendo?— dice.
El viejo no contesta: Alain descubre en la cara de Alex la conocida reciedumbre, su tozudez
característica, pero decide enfrentarlo.
—Primero, Patty se suicidó, ¿qué invento es ese del accidente? —le dice, contando sus frases con
los dedos—. Segundo, aunque fuera un accidente, el cadáver lo tenemos que examinar nosotros,
la policía. Tercero, yo sólo no puedo ni hacer la autopsia, ni buscar las pruebas del suicidio en ese
cuartucho, ¿qué te crees que es esto?…
Tampoco recibe respuesta. Sólo los ojos del viejo clavados en los suyos y se siente incómodo,
desarmado. Otra vez, aunque sea únicamente a través de esa mirada, ante él está el verdadero
Alex Varga.
—Todas estas cosas tienen que ir por lo legal, viejo… —intenta de nuevo, ahora con un tono más
pausado, los dedos de ambas manos unidos y mirando al piso, para no sentirse aplastado por la
mirada del otro—. Yo te ayudo, tú lo sabes, puedes contar conmigo, pero siempre por lo legal. Yo
sé cómo te sientes…
—Cuando el caso de los niños perdidos —corta Alex— te expliqué que éste es un mundo
distinto… ¿recuerdas?
Ha dejado de mascar el tabaco y ahora humea entre sus dedos, dejando escapar una fina
columna, que comienza a subir hacia el techo.
—Cuando saliste del cuarto, me di cuenta que también notaste lo que yo supe desde que entré allí
esta mañana: Patty nunca se suicidaría, Alain, eso lo sabes bien.
—Entonces es peor —cree encontrar algo de qué agarrarse—. Si es un crimen, yo sólo no puedo
resolverlo…
—Si no puedes, vete —soltó secamente Alex—. Vete y no cuentes a nadie lo que viste… Ni a
Camila, ni a la policía… Si pudiera, lo hacía yo y mi gente, pero necesito una cara no conocida y
que sepa pensar como detective… como policía.
Alain baja la cabeza, la mueve negando y siente en la nuca la mirada de Alex, dura, casi hiriente,
puede imaginar que defraudada.
—No, viejo —dice—. No te dejaré sólo…
Tocan a la puerta. Pasa, dice Alex, y Alain ve entrar a la nieta con un vaso y unas pastillas en la
palma de la mano que extiende hacia su abuelo. Lo ve tomar de un trago la medicina y devolver el
vaso a la niña agradeciendo con una mirada de pronto tierna, pero que al volverse hacia él se
torna punzante, agresiva.
—¿Cuántas veces hemos hablado de esto? —suelta, y vuelve a dar una cachada al tabaco.
Alain no responde. Era cierto. Su relación con el viejo le había servido de mucho para conocer
más, para entender menos superficialmente, la mentalidad del bajo mundo, las leyes casi secretas
que dominaban todo aquello trasmitiéndose de padres a hijos y de estos a sus hijos y así desde
tiempos muy remotos y bien distintos a los que se vivían en La Habana de fin de siglo. Pero en
muchas cosas, como en aquella, nunca habían logrado ponerse de acuerdo.
—Si de algo te sirve —continúa Alex, marcando, casi masticando con rabia algunas palabras—,
piensa que algo me dice que a Patty la mataron por algo relacionado con mis negocios, o con los
suyos, o con los de su novio, que es como si dijera que son negocios de familia. No sé por qué
también algo me dice que en esto hay mucha mierda que puede romper cosas que a nadie en este
país molestan, aunque sean ilegales, y que sirven para que muchos de los que viven en barrios
como éste se lleven algo a la barriga. Si la policía se mete, eso se embroma, y ni tú ni tus colegas
van a venir aquí a darle comida a esta gente.
Al menos comparte ese criterio. Sabía, y se lo puso de ejemplo a sí mismo para convencerse más,
que era en las zonas marginales donde brotaba y se ramificaba ese mal del mercado negro
parecido al dragón de la leyenda: cuando le cortaban una cabeza, le salían dos nuevas. Un
mercado que extendía sus tentáculos a los sitios menos imaginables, que se nutría del comercio
legal como una telaraña enorme que colgaba de todas partes y garantizaba que en algunas
familias se comiera y vistiera y calzara mejor, aunque, por desgracia, los pesos gordos iban a
parar a los bolsillos de unos pocos hijoeputas que sí merecían les echaran el guante y los
metieran bien cerraditos detrás de las rejas. Esa, el mercado negro, era una sola de las tantas
cosas sucias que hacían menos dura la vida en aquellos barrios.
—De todos modos —dice entonces—. Me será muy difícil hacer esas cosas… Todavía en
criminalística tengo amigos que pueden tirarme un cabo, inventando algo grande, claro, para que
no hablen, pero conseguir un forense para la autopsia sí que no puedo.
—Lo que hagas es cosa tuya —Alex aplastó lentamente el tabaco en el cenicero y se olió los
dedos, como disfrutando el aroma—. Si te decides, pongo a mi gente a buscarte información. Tú
lo sabes. Vas a tener la mejor red de agentes que un policía ha tenido en su vida. Lo demás va por
ti, y claro, como dijo Martí: en silencio ha tenido que ser.
Siente que la tensión se afloja. Cuando el viejo Alex decide tirar una broma, aún sintiéndose
como imagina que debe estar por la muerte de su hija, es que sabe la pelea ganada.
—Voy a hacerlo por Patty, viejo —le dice—. Ella no se merecía esta mierda.
El viejo va hasta el barcito y sirve dos tragos. Ron Caney, se dice Alain, hecho en Santiago. Años
hacía que no tomaba eso.
—La gente tiene la muerte que se busca, mi’jo.
—¿Qué me quiere decir, viejo?
—En los últimos tiempos, junto a ese muchacho, Patty andaba en malos pasos.
—¿No le decía en qué cosa?.
—Nunca —responde y bebe un trago largo que saborea antes de tragar—. Discutimos porque sí,
es verdad, el muchacho se drogaba, y duro, y yo sé mejor que ellos adónde pueden llevar esas
cosas.
—¿Cuándo fue eso, viejo?
—Hace muy poco —dice—, dos, tres meses, más o menos. Pero se fue a vivir con él a ese
cuartucho y no supe más de ella.
Aquello le pareció raro. Alain sabía que nada grande se movía por esos barrios que no conociera
el viejo, mucho menos si se trataba, como decía él, de algo de la familia. Alex lo miraba, fijo,
siempre a los ojos.
—Sabe que no le creo, ¿verdad, viejo? —y le sostiene la mirada.
viejo triste y mustio que lo recibió esa mañana. Era él quien ahora se miraba las manos,
arrugadas, de largos dedos —. Patty en eso salió a mí. Es…era muy orgullosa. Yo sabía que si la
chequeaba de algún modo y ella se daba cuenta, la perdería para siempre. Otras veces se había
ido y siempre regresaba. Por eso la dejé libre.
—¿Y cómo descubrieron que estaban muertos?
—Tenían una viejita que les limpiaba el cuarto por las mañanas. Patty es… era… muy limpia, y le
pagaba. Le habían dado una llave para que pudiera entrar si ellos no estaban. Cuando los
encontró, me mandó a buscar con un amigo de Cristo.
—¿Cristo? —en la cabeza de Alain ese nombre resuena, no sabe por qué ni de dónde, pero
resuena.
—Sí —responde Alex—. Cristo se llama… o le dicen…le decían… es ese muchacho que estaba
con Patty.
Cuando te vi entrar por la puerta con esa cara de mierda que pones cada vez que algo grave se te
antoja, supe que algo malo pasaba, Alaincito. Y perdona. Pero ya te conozco tanto que sé hasta lo
que estás pensando de sólo un vistazo. Claro que puedes contar con tu socio Tomate, ¿ves? Que
yo sí me tomo muy en serio eso de que los amigos están para ayudarse, aunque a veces, como
ahora, es mejor decir, para joderse. Porque no es fácil. ¿Lo de darte y buscarte información sin
que los de la Unidad se enteren?: una bobería. Tú sabes que en el archivo mando yo y meo yo y
cago yo y allí ni el gordo Lastra, con todo y sus grados y su nivelazo de jefe de unidad, puede
meter las narices sin que lo sepa este Tomatico que ves aquí. Lo otro es más difícil. Mira, en el
laboratorio o en criminalística podemos hablar con Eugenio y Maritza, que tú sabes son un vacilón
como gente, aunque la cosa se complica en el momento de mover la técnica. ¿Me dijiste que se
llevaron el cadáver del cuarto? Sería bueno que lo movieran a un lugar donde nadie sospechara
de Eugenio, y haya condiciones, claro, si es que se decide picotear a la Patty esa ahí, porque tú
sabes que lo demás se hace en el mismo laboratorio. Eso, para ir avanzando, ¿porque la entierran
pasado mañana, no? Llamamos a los dos ahora mismo y salimos de dudas. El cuartucho ese que
mencionas, si lo mantienen cerrado, tú sabes más que yo de eso, no es cosa de preocuparse.
Ojalá sea verdad que no han tocado nada allí para ver si sale algo, aunque, déjame decirte,
Alaincito, que si todo es como me cuentas no debes descartar totalmente la idea del suicidio. Te
lo dice tu socio Tomate que es de la calle aunque sea archivero de la poli, y ya viste que vivo en la
misma mata de la delincuencia, que este barriecito es de apaga y vamos, socio, y tú mismo, con
tus graditos de policía y todo, si sales entretenido para allá afuera, así, vestido de civil, te
acorralan, te apalean, te ponen una pluma en tu lindo culito y te venden como un pavorreal. Con
un pitillo de marihuana, y sólo sabe el santo Dios cuántos se tiraron ese día, cualquiera se corta la
cara, el culo y las venas y ni se entera hasta que esté vacilando a la mismísima Parca. A esa hora,
así, endrogados, se le ocurre a uno del grupo que hay que caparse, porque con los poderes que
tienen, con lo poderosos que se sienten son capaces de volvérselas a enganchar y se cortan los
cojones con la seguridad de que les volverán a nacer como si fueran una lagartija que tú le cortas
una pata o la cola y … ya sabes. Así que ahí tienes. Tu socio Tomate, que ya te ha sacado varias
veces las castañas del fuego, te lo asegura. No descartes nunca lo que parece evidente, aunque
tampoco te guíes por lo que se ve a simple vista. Lo demás, con Eugenio y Maritza lo
encontramos. Si es suicidio, saldrá con las pruebas, y si no, ojalá haya alguna pista que te lleve al
criminal, que vaya, déjame decirte, es un sádico el muy cabrón, porque matar a dos cuando están
gozando así de los placeres de la vida es de anjá, socio, hay que tener la mente enferma. Y como
ya sé que te apura, pero como dicen los ingleses Leidis fers, socio, vamos a llamar a Maritza, que
puede ir trabajando, si es que su noviecito matancero no la vino a visitar el fin de semana. ¿Sabes
que dicen que maúlla como una gata cuando la tienen bien cogida por atrás? Claro, sí, ya sé que
no te metes en esos chismes, pero imagina yo, que siempre estoy guardado, aturdido y abrumado
por la carga del tedio nuestro de cada día en el archivo, de algo tengo que ocuparme, ¿no?
Gracias a eso, Alaincito, es que puedo darte toda esa información que te he dado en todos estos
casos, y que, para recordárselo, señor, aún no me has agradecido como debes. ¿Tú crees que con
una botella de ron malo te vas a limpiar conmigo? Cuando el caso de los niños perdidos me
prometiste una alta botella, un litro de la high, un envase de alcurnia, un líquido de primerísima
calidad para asustar mis miserables tripas acostumbradas a la metralla, uno de esos litros que el
buen Dios manda para los que tienen dolaritos y que tomas en tu casa, y te apareciste con una
botella de ron a granel del que venden en las bodegas por la libreta. ¡Caballo, no aprietes! Y ahora,
así con tu carita linda, te me bajas con este rollo. Pero no importa, estimado compañero Alain Bec,
aquí está — y estará, déjame aclararlo — el justiciero, el nunca bien ponderado, el ilustrísimo y
excelentísimo Tomate para ayudarte en esa campaña de limpiar entuertos que te has trazado
desde que te metiste a la dignísima ocupación de policía. ¿Cuál era el número de Maritza? Ojalá
no le interrumpa un desordenado y felino coito con su noviecito viajero. ¿Sabes que el muy
aprovechador está estudiando para poli también, allá en la escuela de Matanzas? Dicen que es
tremenda escuela, con de todo para enseñarte a coger a los negros, ¿ves? Otra vez al negro
Tomate se le salió el racismo, quise decir que tiene de todo para coger a los delincuentes
(seanblancosonegrosochinosomulatosorubios) con las manitos en la sucia masa. Da ocupado.
Probemos con Eugenio. Ese sí debe estar, ¿quién rayos va a salir a la calle un domingo con
cuatro chamas grandes y dos chiquitos? ¿Sabes cómo le dicen a la mujer? La curiela: pare cada
tres meses. Oye, tampoco. Creo que voy a tener que coger mi carro particular marca Flying
pigeon, mi bicicleta, ya sabes, y caerles en su casa. Si quieres, adelántate, dile al viejo Alex que
lleve el cuerpo a un lugar donde se pueda trabajar apartado y con calma, un garaje o algo así,
donde no haya intrusos ni nadie mirando ni jodiendo, y que no se le ocurra meter una de sus
negras patas en el cuarto. Sí, socio, ya sé que el experimentado Alain ya se ocupó de eso. Y a
propósito, Alaincito, Camila me prometió una panetela para la semana pasada y aquí hasta mis
amiguitas las moscas y mis compañeras de cuarto, las cucarachas, están cansadas de esperar.
Cuando alguien toca a la puerta tú las ves, pobrecitas, como salen con pancartas y todo y
consignas ensayadas y banderitas de colores, pensando que ya llega el dichoso dulce. Me parten
el corazón, compadre. ¿Hacemos un trato?: Tú me traes la panetela y yo te ayudo en este trabajito
sucio, ¿sí o sí?
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