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Los ojos de Olivia
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Los ojos de Olivia
por María Moreno
Hace poco pasó por Buenos Aires Olivia Gay, una fotógrafa francesa muy joven que ha documentado la vida cotidiana de las jineteras cubanas. Son fotos de aparente sencillez pero de una intensidad que intenta recurrir a lo mínimo para registrar momentos diarios con la apariencia de lo irrepetible.
Su actitud para abordar a sus modelos es totalmente opuesta a la de un paparazzi: una suerte de afabilidad expectante que no precipita la oportunidad en que se la invite a pasar para compartir la vida de una casa donde una mujer que se prostituye vive todo lo que en su vida no es prostitución.
Empecé a jinetear cuando tenía quince años, siguiendo el ejemplo de mis compañeras de escuela”, le decía Farah mientras Olivia Gay le tomaba fotos con su Nikon. La había conocido en uno de esos bares adonde no van los turistas y donde la fotógrafa dice que, a comparación de los grandes hoteles, sólo hay algunos vasos de vidrio grueso y dos botellas de ron.
Fotografiar a Farah formaba parte de un trabajo sobre las jineteras cubanas. Olivia Gay es francesa, rubia, tiene 26 años, nada de cosméticos y usa ropa cómoda color ocre o caqui como si todavía estuviera en la isla aunque sólo fotografíe interiores.
Su castellano imperfecto, por momentos gracioso –sobre todo porque siempre suele tener algún sentido, sólo que distinto al que planeaba–, le basta para enunciar una ética de la fotografía considerada “social”. –
Cuando saco a una jinetera no me interesa hacerlo en la calle, sino en su casa, con su familia. Naturalmente. No uso flash, no me interesa la investigación de la técnica.
Su actitud para abordar a sus modelos es totalmente opuesta a la de un paparazzi. Una suerte de afabilidad expectante que no precipita el momento en que se la invite a pasar para compartir la vida de una casa en donde una mujer que se prostituye vive todo lo que en su vida no es prostitución.
La elección de Cuba y de las jineteras no nació en el seno de su familia sino cuando ella se encontraba lejos de casa, en EE.UU. –Mis padres tienen una empresa de embalajes que trabaja mucho en China.
Mi madre era un poco artista, pintaba, bailaba, hacía muchas cosas. Pero no tuve de ellos ninguna influencia política. Sé que están más bien a la derecha, que no aprobaban a Mitterrand. Que mi abuelo, que era ruso, había venido escapando de la guerra. Cuando fui a estudiar fotografía a EE.UU. fue un shock. Hablando con la gente de mi edad descubrí lo que eran las jineteras.
También por la canción de Willy Chirino. Desde Boston pensaba en Cuba, no en la Revolución sino en la luz de la isla. También creo que recibí la influencia del trabajo sobre prostitución infantil de la norteamericana Mary Eleine Marc, quien se fue a vivir tres meses en un prostíbulo de Bombay y que muchos criticaron por considerarlo hecho desde una visión muy cruda. Además sigo el camino abierto por Nan Golding.
Entonces vendí el Fiat y me fui. Tenía un amigo, Rudy, que era dentista y tenía un coche. Lo había conocido en la peregrinación de San Lázaro, adonde se camina y se hacen sacrificios. El era guía de fotógrafos. Solamente extranjeros. Y con esas primeras fotos me hice un book para el Ministerio de la Juventud de Francia.
Me anoté en el rubro Solidaridad, adonde no había muchas propuestas. Salvo la de construir una escuela o un torno, generalmente en Africa. Y me dieron una beca para volver a Cuba y quedarme tres meses.
El novio de Olivia también es fotógrafo y ella lo llama, un poco en solfa, su “guía espiritual”. –Un día entré a una exposición de la Cruz Roja. Entre cuarenta fotos vi una impresionante, de una mujer cortando zanahorias y de su marido que estaba detrás de ella abriendo una botella de vino. Había sido tomada en un interior de departamento casi pobre pero muy pulcro y había tanta fuerza y vida en las expresiones de estas dos personas tan sencillas. Y, en cambio, el resto de la exposición eran cosas tan vistas, tan pasadas que pensé “¡un tipo que enseña esto debe tener una corona!”.
—¿Una corona?
Olivia había querida decir “cojones”. Se ríe cuando le explican que corona es algo que lleva un rey o un cornudo. El hombre de los cojones era Eric Larrayaduc, un fotógrafo que hace fotografía social en el norte de Francia, una zona que fue industrial y que ahora parece organizar postales espontáneas sobre la desocupación.
Como a Olivia, a Eric no le interesa sacar fotos shock a la Benetton ni mostrar al fotografiado como víctima sino en una cotidianidad donde ni la miseria puede evitar sus horas de distensión y dicha. Aunque existe una foto de Olivia de una mujer agachada en un baño adonde apenas hay un inodoro y una palangana que la gente considera “fuerte” y en realidad es el testimonio de un acto de higiene íntima en un ámbito mínimo para conservar la dignidad.
–Entonces te enamoraste del fotógrafo.
–No, no lo llamé porque era el hombre de mi vida. Entre que vi aquella foto y lo conocí pasaron quince días. Entré a una librería y vi sus libros. Entonces pensé “¡es la segunda vez que me cruzo con él!”. Luego abrí un diario y leí una crítica sobre su obra. Ahí no dudé. Pasaba algo. Entonces lo llamé, quería mostrarle mis trabajos. Fue muy generoso. Y me ayudó mucho dándome consejos sobre fotografía social porque yo recién empezaba a hacer fotos, empezaba a conocer, es decir empezaba todo.
Recién seis meses después, cuando volví de Cuba, nos pusimos de novios. Le escribo todos los días por e-mail para contarle cada cosa que hago. Es un poco mi guía espiritual. Pero la guía verdadera de Olivia no había sido ni Rudy ni Eric sino Farah. –Cuando la conocí estaba sentada en el bar Monserrat, de La Habana Vieja, tomando una cerveza. Yo estaba con una amiga americana y empezamos a hablar.
Le conté lo que quería hacer. Pero no insistí mucho. Tampoco ella me decía que era jinetera. Me decía “vamos a ver, te voy a presentar gente”.
Dos o tres días después estaba caminando por la calle, cerca de la plaza de la catedral y escucho que a unos diez metros alguien me grita ¡Linda!, y era Farah –ahora en Cuba todos me llaman Linda–.
Me llevó a su casa. Tenía un hijo y vivía con él y con su mamá y con otros parientes, porque en Cuba, en cada lugar, a lo mejor viven veinte personas. Y empezaron las sesiones de fotos. Olivia disparaba su Nikon y conversaba. La única vez que se atrevió a usar un grabador se olvidó de encenderlo. Pero en su book hay algunas historias de vida que las chicas le han dejado para apoyar su imagen.
Como Geraldina, que le contó: “A la salida de la escuela se me acercó un turista español. Me dijo que quería hablar conmigo y acepté. Me llevó a La Marina, un complejo turístico de aquí, de La Habana. Yo tenía catorce años y él treinta y seis. Estuvimos juntos unos días. Por la mañana me acompañaba a la escuela y me iba a buscar a la salida.
Cuando se fue me dejó su ropa, algunas otras cosas y dinero. No me gusta esta vida. Quiero vivir tranquila con un oficio, un marido, hijos. Y que viniera un turista que se enamorara de mí y me llevara a su país para vivir normalmente”.
Cuando volví a Cuba –cuenta Olivia–, Farah estaba embarazada de su pareja, Gustavo, y ya no era jinetera. El jinetero era él. Pero para todo el mundo ella lo seguía siendo y su marido mismo la llamaba ¡la jinetera!. Una de las fotos de Olivia es la de una chica trabajando, con un cliente, que está de espaldas, sobre una cama iluminada por una luz naranja. –Esta es la habitación a donde Farah fue por primera vez con un hombre cuando tenía quince años y ésta es Linda con su novio americano.
El alquiler del cuarto cuesta 10 dólares. A ella le pagó treinta. ¿Cómo conseguí la foto? Ella hacía lo que quería con él. Además estaban borrachos y él sabía que no iba a mostrar su cara. Fue un testimonio de una experiencia muy personal y muy íntima, más que un trabajo periodístico, con el feeling. Algunas chicas tenían un “churo” (cafishio) como Sandra.
Otras tenían un cliente fijo. Olivia no desprecia la foto periodística –trabaja habitualmente para el New York Times, Marie Claire y Libération– aunque sueñe con hacer una muestra con fotos de mujeres que trabajan en la prostitución en diversas partes del mundo.
–Me suelen llamar para retratos. Aunque el tipo al que haya que fotografiar sea una mierda voy a pasar todo el tiempo que sea necesario hasta encontrar el momento que tenga un poco de acción y aparezca algo.
En Buenos Aires la guió Lohana Berkins, la líder de ALID (Asociación de Lucha por la Identidad Travesti) y allí sí, Olivia se tentó y usó un grabador. Ahora debe estar en Europa del este, siempre esperando noticias de Farah: “Hace mucho que no sé nada de ella. Espero sus novelas”. Olivia llama “novelas” a las “noticias” y tiene algo de razón.
Hace poco pasó por Buenos Aires Olivia Gay, una fotógrafa francesa muy joven que ha documentado la vida cotidiana de las jineteras cubanas. Son fotos de aparente sencillez pero de una intensidad que intenta recurrir a lo mínimo para registrar momentos diarios con la apariencia de lo irrepetible.
Su actitud para abordar a sus modelos es totalmente opuesta a la de un paparazzi: una suerte de afabilidad expectante que no precipita la oportunidad en que se la invite a pasar para compartir la vida de una casa donde una mujer que se prostituye vive todo lo que en su vida no es prostitución.
Empecé a jinetear cuando tenía quince años, siguiendo el ejemplo de mis compañeras de escuela”, le decía Farah mientras Olivia Gay le tomaba fotos con su Nikon. La había conocido en uno de esos bares adonde no van los turistas y donde la fotógrafa dice que, a comparación de los grandes hoteles, sólo hay algunos vasos de vidrio grueso y dos botellas de ron.
Fotografiar a Farah formaba parte de un trabajo sobre las jineteras cubanas. Olivia Gay es francesa, rubia, tiene 26 años, nada de cosméticos y usa ropa cómoda color ocre o caqui como si todavía estuviera en la isla aunque sólo fotografíe interiores.
Su castellano imperfecto, por momentos gracioso –sobre todo porque siempre suele tener algún sentido, sólo que distinto al que planeaba–, le basta para enunciar una ética de la fotografía considerada “social”. –
Cuando saco a una jinetera no me interesa hacerlo en la calle, sino en su casa, con su familia. Naturalmente. No uso flash, no me interesa la investigación de la técnica.
Su actitud para abordar a sus modelos es totalmente opuesta a la de un paparazzi. Una suerte de afabilidad expectante que no precipita el momento en que se la invite a pasar para compartir la vida de una casa en donde una mujer que se prostituye vive todo lo que en su vida no es prostitución.
La elección de Cuba y de las jineteras no nació en el seno de su familia sino cuando ella se encontraba lejos de casa, en EE.UU. –Mis padres tienen una empresa de embalajes que trabaja mucho en China.
Mi madre era un poco artista, pintaba, bailaba, hacía muchas cosas. Pero no tuve de ellos ninguna influencia política. Sé que están más bien a la derecha, que no aprobaban a Mitterrand. Que mi abuelo, que era ruso, había venido escapando de la guerra. Cuando fui a estudiar fotografía a EE.UU. fue un shock. Hablando con la gente de mi edad descubrí lo que eran las jineteras.
También por la canción de Willy Chirino. Desde Boston pensaba en Cuba, no en la Revolución sino en la luz de la isla. También creo que recibí la influencia del trabajo sobre prostitución infantil de la norteamericana Mary Eleine Marc, quien se fue a vivir tres meses en un prostíbulo de Bombay y que muchos criticaron por considerarlo hecho desde una visión muy cruda. Además sigo el camino abierto por Nan Golding.
Entonces vendí el Fiat y me fui. Tenía un amigo, Rudy, que era dentista y tenía un coche. Lo había conocido en la peregrinación de San Lázaro, adonde se camina y se hacen sacrificios. El era guía de fotógrafos. Solamente extranjeros. Y con esas primeras fotos me hice un book para el Ministerio de la Juventud de Francia.
Me anoté en el rubro Solidaridad, adonde no había muchas propuestas. Salvo la de construir una escuela o un torno, generalmente en Africa. Y me dieron una beca para volver a Cuba y quedarme tres meses.
El novio de Olivia también es fotógrafo y ella lo llama, un poco en solfa, su “guía espiritual”. –Un día entré a una exposición de la Cruz Roja. Entre cuarenta fotos vi una impresionante, de una mujer cortando zanahorias y de su marido que estaba detrás de ella abriendo una botella de vino. Había sido tomada en un interior de departamento casi pobre pero muy pulcro y había tanta fuerza y vida en las expresiones de estas dos personas tan sencillas. Y, en cambio, el resto de la exposición eran cosas tan vistas, tan pasadas que pensé “¡un tipo que enseña esto debe tener una corona!”.
—¿Una corona?
Olivia había querida decir “cojones”. Se ríe cuando le explican que corona es algo que lleva un rey o un cornudo. El hombre de los cojones era Eric Larrayaduc, un fotógrafo que hace fotografía social en el norte de Francia, una zona que fue industrial y que ahora parece organizar postales espontáneas sobre la desocupación.
Como a Olivia, a Eric no le interesa sacar fotos shock a la Benetton ni mostrar al fotografiado como víctima sino en una cotidianidad donde ni la miseria puede evitar sus horas de distensión y dicha. Aunque existe una foto de Olivia de una mujer agachada en un baño adonde apenas hay un inodoro y una palangana que la gente considera “fuerte” y en realidad es el testimonio de un acto de higiene íntima en un ámbito mínimo para conservar la dignidad.
–Entonces te enamoraste del fotógrafo.
–No, no lo llamé porque era el hombre de mi vida. Entre que vi aquella foto y lo conocí pasaron quince días. Entré a una librería y vi sus libros. Entonces pensé “¡es la segunda vez que me cruzo con él!”. Luego abrí un diario y leí una crítica sobre su obra. Ahí no dudé. Pasaba algo. Entonces lo llamé, quería mostrarle mis trabajos. Fue muy generoso. Y me ayudó mucho dándome consejos sobre fotografía social porque yo recién empezaba a hacer fotos, empezaba a conocer, es decir empezaba todo.
Recién seis meses después, cuando volví de Cuba, nos pusimos de novios. Le escribo todos los días por e-mail para contarle cada cosa que hago. Es un poco mi guía espiritual. Pero la guía verdadera de Olivia no había sido ni Rudy ni Eric sino Farah. –Cuando la conocí estaba sentada en el bar Monserrat, de La Habana Vieja, tomando una cerveza. Yo estaba con una amiga americana y empezamos a hablar.
Le conté lo que quería hacer. Pero no insistí mucho. Tampoco ella me decía que era jinetera. Me decía “vamos a ver, te voy a presentar gente”.
Dos o tres días después estaba caminando por la calle, cerca de la plaza de la catedral y escucho que a unos diez metros alguien me grita ¡Linda!, y era Farah –ahora en Cuba todos me llaman Linda–.
Me llevó a su casa. Tenía un hijo y vivía con él y con su mamá y con otros parientes, porque en Cuba, en cada lugar, a lo mejor viven veinte personas. Y empezaron las sesiones de fotos. Olivia disparaba su Nikon y conversaba. La única vez que se atrevió a usar un grabador se olvidó de encenderlo. Pero en su book hay algunas historias de vida que las chicas le han dejado para apoyar su imagen.
Como Geraldina, que le contó: “A la salida de la escuela se me acercó un turista español. Me dijo que quería hablar conmigo y acepté. Me llevó a La Marina, un complejo turístico de aquí, de La Habana. Yo tenía catorce años y él treinta y seis. Estuvimos juntos unos días. Por la mañana me acompañaba a la escuela y me iba a buscar a la salida.
Cuando se fue me dejó su ropa, algunas otras cosas y dinero. No me gusta esta vida. Quiero vivir tranquila con un oficio, un marido, hijos. Y que viniera un turista que se enamorara de mí y me llevara a su país para vivir normalmente”.
Cuando volví a Cuba –cuenta Olivia–, Farah estaba embarazada de su pareja, Gustavo, y ya no era jinetera. El jinetero era él. Pero para todo el mundo ella lo seguía siendo y su marido mismo la llamaba ¡la jinetera!. Una de las fotos de Olivia es la de una chica trabajando, con un cliente, que está de espaldas, sobre una cama iluminada por una luz naranja. –Esta es la habitación a donde Farah fue por primera vez con un hombre cuando tenía quince años y ésta es Linda con su novio americano.
El alquiler del cuarto cuesta 10 dólares. A ella le pagó treinta. ¿Cómo conseguí la foto? Ella hacía lo que quería con él. Además estaban borrachos y él sabía que no iba a mostrar su cara. Fue un testimonio de una experiencia muy personal y muy íntima, más que un trabajo periodístico, con el feeling. Algunas chicas tenían un “churo” (cafishio) como Sandra.
Otras tenían un cliente fijo. Olivia no desprecia la foto periodística –trabaja habitualmente para el New York Times, Marie Claire y Libération– aunque sueñe con hacer una muestra con fotos de mujeres que trabajan en la prostitución en diversas partes del mundo.
–Me suelen llamar para retratos. Aunque el tipo al que haya que fotografiar sea una mierda voy a pasar todo el tiempo que sea necesario hasta encontrar el momento que tenga un poco de acción y aparezca algo.
En Buenos Aires la guió Lohana Berkins, la líder de ALID (Asociación de Lucha por la Identidad Travesti) y allí sí, Olivia se tentó y usó un grabador. Ahora debe estar en Europa del este, siempre esperando noticias de Farah: “Hace mucho que no sé nada de ella. Espero sus novelas”. Olivia llama “novelas” a las “noticias” y tiene algo de razón.
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