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Noblezas de puta

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Messaggio Da arcoiris Lun 6 Mag 2013 - 9:59

Noblezas de puta Vedado10

…porque aunque la gente no lo crea, esas cosas suceden en Cuba.

Joaquín Sabina.

cómo este trayecto y estos parajes han podido confluir en una noche común y corriente, una noche para el olvido, una noche de las que si se recuerdan demasiado pueden llevarnos a la locura o a la incoherencia total.

De La Habana no es lugar para turistas (I)

Se siente bien. Nadie lo reconoce. Ni los dependientes ni los camareros. Ni siquiera la carpetera rubia que hace unos días le dio la bienvenida. Fuma un cigarrillo y sigue con la vista las volutas de humo. Lleva en la cabeza el bombín de siempre. De color negro. Lleva un pulóver también de color negro con un signo de interrogación a la altura del pecho y encima un traje (pantalón y chaqueta) de rayas carmelitas y grises. Luce muy elegante. En la cara, dibujada a lápiz, una sonrisa leve, a punto de quebrarse, pero que a todas luces resulta imposible que se quiebre, imposible que se desdibuje o que se transforme o que simplemente desaparezca.

Pasea por el lobby de un hotel muy viejo, situado donde debiera estar el Nacional, y que quizás sea el Nacional, solo que más enigmático, con menos luces. Lee un periódico, la edición dominical de El País. Hay una historia, hecha por un corresponsal, Mauricio Vicent, de una prostituta cubana. Qué casualidad, piensa, pero luego rectifica.

Es un día impreciso, de un año impreciso, de una década imprecisa, de un país impreciso. Digamos: un 5 de diciembre, de un año de la década del 90´, en un país como Cuba. Un año, a las claras, impar. 1993, o 1995, o 1997. Preferiblemente 1995, aunque nunca podría comprobarse.

Entonces, pues, si enfocamos desde el Malecón, el sujeto sale del hotel y sube la Rampa por la acera de la izquierda. En cada detalle, en las fachadas, en las personas, se perciben los efectos nefastos de algo que si se mira desde un punto de vista histórico podríamos llamarle Período Especial, pero que desde bien cerca podría traducirse como miseria, tristeza, sudor, desorden, y también, detrás de todo, una tenue esperanza, un hambre indomable de salida.

A la altura del Payret (no hay tanda programada pero los lumínicos de los anuncios parpadean a una velocidad inusual), se acerca, contrario a su trayecto, una figura delgada, extremadamente sensual, lo que para Silvio Rodríguez vendría siendo un disparo de tiempo, para Joan Manuel Serrat una frágil doncella, para Pablo Milanés una sombra invencible, pero que para él, para Joaquín Sabina, y para el resto de los mortales, no es más que una mujer espléndida, una mujer magnífica, sin excesos.

Pelo castaño. Esbelta, hasta cierto punto hierática, pero no impenetrable. Nariz suave, ojos temibles, pómulos secos. Considerables caderas. Considerables nalgas. Senos huidizos.

Sabina se detiene. La mujer también se detiene. Le pide un cigarro. Sabina se lo da. Ella le pregunta de qué se ríe y él le contesta que de nada, que ese es su rostro. Ella le dice algo ininteligible, algo así como qué rostro más extraño, y Sabina se toca los labios, hace una mueca parecida al asombro y a los pocos segundos, no sin antes sopesarlo, logra convertirla en placer.

-Tú eres la prostituta del periódico.

La mujer, que hasta este momento ha fumado o ha empezado a fumar con displicencia lo mira sorprendida. No sabe de qué habla.

-Sí, tú eres la prostituta del periódico- y saca la edición dominical de El País y le enseña la crónica de la jinetera, (una historia fantástica, dice Sabina).

La mujer toma el periódico y lo lee. Se reconoce. Repasa lo visto, vuelve y lo mira. No por curiosidad, porque se sabe su vida de memoria, sino por el deleite de verse reconocida en otro cuerpo, en otro espacio distinto por completo al suyo.

Entonces asiente y básicamente repite la crónica, la parafrasea sin artificios, apoyada tan solo en la absorbente comunión de sus recuerdos. Sabina la escucha con sumo interés, o al menos eso se deduce luego de que la invite a un trago y salgan caminando.

Llegan a una cafetería y se sientan en dos sillas plásticas alrededor de una mesa pequeña.

-Fue hace meses –dice-. En un tren. Viajaba de La Habana para Holguín. No sé si sabes dónde queda Holguín. Iba para allá a ver a mi hijo. Lo había dejado con unos parientes. Hacía meses no lo veía. Muchos meses. Le llevaba unas cosas, ya sabes, ropas y algo de dinero. Entonces se me acerca un hombre y empieza a conversar conmigo-. La prostituta dialoga con frases cortas, entre largos intervalos de aire y silencio y respiración acelerada, como si se hubiera arrepentido y no tuviera ganas de seguir. Sabina todavía la escucha. La sonrisa dibujada a lápiz de Sabina también la escucha. –Nunca supe que era periodista. Debí haberlo sospechado.

En todo este tiempo la mujer ha consumido dos cervezas.

-¿Quieres otra?

-Sí, por favor –dice.

Sabina busca otra. Mira a su alrededor y se percata de que desconoce en qué lugar está. Una cafetería al aire libre, evidentemente, pero ignora en qué punto exacto de la ciudad se encuentra la cafetería, y, por tanto, en qué punto exacto de la ciudad se encuentra él.

El dependiente, un mulato joven, lo reconoce. Sabina le dice que no vocifere, le estrecha la mano y toma la cerveza. Por un momento repara en la mujer. Siente que es hermosa. Que no se lo va a decir, pero que es muy hermosa, y lo que se presagia aún peor, siente, lo invade un molesto impulso, una ligera certeza de que sería incapaz de tocarla, de que la estaría estropeando, corrompiendo, aunque él, desde hace rato, no crea en esas cosas, y aunque bien visto resulta imposible, cuando no ridículo, pensar que una prostituta conserva algo de pureza, algo digno de salvarse, algo que otros ya no hayan pisoteado, y vejado y consumido sin sombra de remordimiento o al menos de pasajera amargura.

La mujer agradece, abre la lata de Cristal, y prosigue:

-Entonces el hombre, que era español igual que tú, se sentó a mi lado, en uno de esos vagones oscuros de los trenes y yo pensé que me iba a proponer un trato. Pero no. Solo me tomó una foto y me hizo varias preguntas. A veces en la sombra y a veces en la luz. Las más en la sombra, pero en ocasiones, cuando transitábamos por algún pueblucho o algún batey extraviado las luces develaban su cara, una cara de muerto, una cara del que no quiere intervenir, solo que lo dejen estarse quieto, y sospeché. ¿Qué hace un español en un tren de provincia? Y más ¿Qué hace un español a estas horas de la madrugada en un tren de provincia? Y más ¿Qué hace un español a estas horas de la madrugada en un tren de provincia hablando con una jinetera en vez de, como se suele decir, echar un polvo conmigo?

Luego la mujer sigue narrando, no sin algunos dislates e incongruencias, cómo hubo de contarle al periodista español -Mauricio Vicent-, las peripecias y los obstáculos y las causas que la llevaron a tomar tales derroteros, pues la prostituta es universitaria, estudió ingeniería química, trabajó en un central azucarero del oriente del país, preparó una maestría (sin éxito), cuando de repente llegaron a su vida los invisibles e implacables efectos del Período Especial, aquel torrente pálido de aire, aquella esclusa solitaria, sin eco, y cada vez más reducida.

Sabina intenta relajar el ambiente (a pesar de que la mujer no usa nunca un tono trascendental, ni recubre sus palabras con harapos lastimeros, o, lo que es lo mismo, con risibles trajes. Habla de su vida con una imparcialidad admirable, como si no la estuviera viviendo o como si cualquier posible desenlace la tuviera sin cuidado):

-Se lo he dicho a mi esposa. De acuerdo, en Cuba hay prostitutas, pero están limpias, son universitarias, y son las más bellas del mundo.

La mujer no sonríe. No hace nada. Lo mira como mismo hubiera podido mirarlo si Sabina se hubiera mantenido con la boca cerrada.

Se tensa el ambiente. Pasan una, dos, tres, muchísimas y gélidas nubes sobre los inmutables edificios de La Habana. Pasa un grupo de hombres por la acera. Un barco entra en la bahía. El faro del Morro alumbra vagamente, cada seis segundos, una parte de la ciudad. Después alumbra una estrecha franja de mar y después no alumbra nada o se alumbra él mismo, su mole de piedra, su arquitectura interna.

Entonces, traído de vuelta, sin ambages, Sabina le pregunta a la mujer qué cómo se resuelve su problema. Y ella le responde, tras deslizar sus dedos por el cabello, pero sin demorarse demasiado, que con cien dólares, que cien dólares, corazón, arreglan todos los conflictos.

-Toma, yo los tengo y me gustaría regalártelos.

-No, yo soy una profesional. Si nos vamos a hacer el amor yo te cobro los cien dólares, si no es así no puedo aceptarlos.

Sabina insiste pero la mujer se niega. Así durante varios minutos, hasta que de mutuo acuerdo deciden ir para una discoteca. Luego conversan en voz baja y gesticulan. Sabina prefiere caminar. La mujer opta por un taxi. Al final parece que se abrazan o que se reconcilian y se marchan a pie.

Atraviesan algunas calles, bordean varios edificios en ruinas, varios solares, casas cerradas a cal y canto, decadentes palacetes con rejas cubiertas por el óxido y portones con aldabas de hierro.

Al cruzar Boyeros, frente a la sala Ramón Fonst, un lebrel comienza a ladrarles. Algo, de veras, asombroso. Un lebrel muy sucio. Desgarbado y elegante como todos los de su raza. De aspecto indigente, vagabundo. Parece el dios de los lebreles o el lebrel redentor, pero ambos siguen de largo, y la oscuridad, o más bien la distancia, una distancia que a cada paso se hace más tangible, lo va absorbiendo, se va llevando al animal, muy lentamente, hacia sus misteriosos distritos, hacia sus comarcas habituales.

Bajan por toda la calle G, doblan por Calzada, la mujer le muestra el Amadeo Roldán, pero Sabina ya ha visitado el teatro-auditórium. Llegan a Paseo, tuercen a la derecha y se sumergen en una discoteca contigua al Meliá Cohíba.

Evitan la pista de baile y ocupan una mesa para dos personas bien cerca de la barra. Durante todo este tiempo Sabina ha insistido en que la mujer tome el dinero y la mujer rotundamente se ha negado. Lo que ha llevado a que el ambiente haya vuelto a enrarecerse, y que ninguno de los dos, a estas alturas, tengas demasiadas ganas de acostarse con el otro.

-Anda, toma el dinero –dice.

Silencio.

-Simplemente te lo regalo. Anda, tómalo.

Silencio redoblado.

Entonces se acerca una camarera, aún más bella que la prostituta, y pregunta qué van a tomar. Piden unas copas.

El ruido, la música se torna ensordecedora, pero ninguno de los dos lo percibe.

La camarera se acerca con los tragos. Evidentemente algo va a suceder. La camarera coloca los tragos en la mesa. Evidentemente algo está sucediendo. Sabina saca el billete de cien dólares, se lo enseña a la prostituta, hace que lo mire bien, y se lo da de propina a la camarera.

La música empieza a tomar forma. Una canción que si se escucha mal no dirá nada de lo que se pretende, y que si se escucha bien tampoco dirá nada de lo que se pretende. Una canción que dice muy poco y que apenas sirve para bailar.

Transcurren dos minutos en los que ambos, la prostituta y Sabina, mantienen la prudencia o la lucidez de no emitir palabras ni sonido alguno, cuando la camarera, vista al trasluz de los flashazos de la discoteca, dice que ella no puede aceptar eso, que es mucho dinero y no puede tomarlo.

Justo en ese instante Sabina se encaja su bombín y susurra qué noche más áspera, qué de difícil, dios mío, y la camarera nota, enseguida, cómo le va cambiando el rostro, ojos que se preocupan, labios apesadumbrados, frente turbia, una cara, en fin, como del que sabe le tomará tiempo sobreponerse, una cara de muerto, del que no quiere intervenir, solo que lo dejen estarse tranquilo.

Sin embargo, la prostituta, mientras se alisa los cabellos con soberana paciencia, percibe todo lo contrario, descubre una sonrisa leve, muy fina, dibujada a lápiz y a punto de quebrarse, pero que a todas luces resulta imposible que se quiebre, imposible que se desdibuje, o que se transforme, o que simplemente desaparezca.

Bien lejos, quizás, el lebrel redentor siga ladrando.

Carlos Manuel Álvarez Rodríguez
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