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La pelota, sin forro
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La pelota, sin forro
Como siempre sucede después de los play off, queda esa sensación de euforia generalizada que en ocasiones suele nublar la vista y nos hace solo ver la textura del forro
Algunas decisiones vistas durante la postemporada dejaron en evidencia las carencias de nuestros árbitros.
Villa Clara es campeón y sus seguidores todavía andan de fiesta. Matanzas mantuvo su ascendente paso, y sus parciales reconocen el colosal esfuerzo de un grupo de jugadores que, mirado desapasionadamente, todavía no estaba «a punto de caramelo». Terminó la Serie Nacional, la 52, la del cambio de estructura —una más—; la del «show de los refuerzos», la determinante para el III Clásico Mundial y la previa al añorado regreso de Cuba a la Serie del Caribe; la de la consagración de Freddy Asiel, la del jonrón de Pestano…
Como siempre sucede después de los play off, queda esa sensación de euforia generalizada que en ocasiones suele nublar la vista y nos hace solo ver la textura del forro. Que la campaña fue emocionante nadie lo duda. Como es lógico, más en los momentos que estaba en juego el avance a la etapa élite —la de los ocho equipos—, la inclusión entre los llamados «cuatro grandes», o la conquista del cetro.
Sin embargo, detenernos solamente en sus puntos más encumbrados sería tan perjudicial como pretender mirarnos el ombligo. Prefiero, entonces, reparar en las manchas, adentrarme un poco en lo más interno de nuestra pelota, consciente de que no hago ningún descubrimiento y a riesgo de parecer un aguafiestas.
No es la primera vez que escribo sobre la necesidad de establecer, de una vez y por todas, una estructura única para nuestras series nacionales. También he sido reiterativo al definir que la vía más segura y expedita para elevar el nivel de nuestro béisbol es la concentración de la calidad, ahora muy dispersa entre 16 equipos que sufren a la hora de establecer funciones definidas en sus cuerpos de lanzadores.
La discriminación de la mitad de los equipos para la segunda parte, y la selección de cinco refuerzos para cada uno de los ocho elencos con posibilidades de pelear por el cetro, fue un primer paso de avance en ese sentido. En más de un equipo quedó roto el mito de que los jugadores solo sienten por los colores de sus provincias de origen, y eso despeja el camino hacia nuevas visiones.
Ahora, vivo convencido de que en temas de estructura, no se ha dicho la última palabra. Y no se dirá —es mi criterio— hasta que no se asuma la Serie Nacional como el núcleo de nuestro béisbol, y sus intereses dejen de estar siempre subordinados a las variaciones del entorno. El concepto de «maniobrabilidad» sobre nuestro campeonato, que suponía una ventaja de cara al resto del mundo, nunca ha funcionado como tal. Ahí están los resultados para comprobarlo.
Otro punto flaco sigue siendo la seriedad con que se organizan nuestros campeonatos. Resulta cuando menos alarmante el nivel de improvisación que marcó la recién concluida campaña, corregida sobre la marcha y no siempre con un criterio acertado.
Puede parecer entendible considerando que todo se «armó» a la carrera, pues, entre otras cosas, fue esa la sensación que dejó la salida oficial de Metropolitanos a muy poco de lanzarse la primera bola. O la intempestiva cancelación de una anunciada Liga de Desarrollo, para dar paso a una Segunda División, torneo al que se dedicaron no pocos recursos y esfuerzo con la paradoja de luchar por el noveno puesto de la tabla. Sería contraproducente que, con tanto tiempo mediante a partir de ahora, ciertas cosas volvieran a suceder.
Existe un reglamento de la Serie Nacional, pero a todas luces, necesita ser revisado con absoluta meticulosidad y cuanto antes, en aras de que no siga siendo superado por la realidad. Por ejemplo, la adquisición de refuerzos, por novedosa, dejó muchos flecos sueltos, y el «carnaval» de altas y bajas entre ellos por los más diversos motivos, levantó demasiadas suspicacias.
Para que el béisbol se convierta en el espectáculo integral que todos aspiramos, habría que repensar muchísimas cosas que suceden dentro y fuera del diamante. Pienso en el tan pedido reajuste de los horarios de juego, pues salvo a la televisión, a más nadie beneficia el comienzo de los partidos a las 8:15 p.m. También en las situaciones que se dan a menudo en nuestros estadios —que una orquesta detuviera por más de 15 minutos un juego de la final en el Sandino fue casi surrealista. Y muchos detalles más, de los que son responsables cada uno de los protagonistas del pasatiempo nacional.
Entre ellos están los árbitros, quienes asumieron en el epílogo de la campaña el rol más cuestionable. No es una revelación afirmar que el arbitraje del béisbol cubano vive por estos tiempos una de sus etapas más grises. Y eso nada tiene que ver con su naturaleza humana, a la cual siempre acudimos como coartada para atenuar la inmensa responsabilidad que tienen sobre el terreno.
Pero ya identificado el problema, sería insensato dejar de indagar en las causas que han motivado este notable descenso en el nivel de nuestros imparciales, porque si hay algo que reconocer, es que sus equivocaciones no han tenido preferencias. ¿Falta de preparación? ¿Excesiva edad? ¿Desmotivación? ¿Incapacidad para lidiar con la responsabilidad y la presión? ¿Todas juntas? Se impone investigar y tomar las medidas pertinentes, pues en sus decisiones está en juego el esfuerzo de muchísimas personas.
Que la homogenización de la zona de strike sigue siendo para ellos una verdadera utopía, se nota en cada partido. Elegir la posición menos propicia para apreciar una jugada también ha sido un «pecado» reiterado. Es cierto, ya lo mencioné, que no hablamos de máquinas, que el público les es reiteradamente hostil. Pero que un principal se pierda en el conteo de un bateador en el mismo primer inning, solo contribuye a que, ni los deslices en las jugadas más «chiquitas», esas que solo son traducibles a través de la cámara lenta, se les quieran perdonar.
No obstante, absolutamente nada justifica las reiteradas faltas al más mínimo respeto que sufren por parte de los aficionados, jugadores y directores. Ni que se pretenda, a través de la violencia y los trompones —como varios han querido hacer—, protestar una decisión tomada, aun cuando asista la razón para tanta inconformidad. Y en la pelota cubana, tales hechos abundan como el marabú en nuestros campos.
Y por último —quedan temas pero no espacio— merecen unas líneas la mirada hacia las nacientes conferencias de prensa pos-partido, un loable ejercicio de, entre otras cosas, tender puentes entre el público y sus héroes deportivos.
Sin embargo, todos los que debíamos aportar algo a este noble intento terminamos con una enorme deuda sobre nuestras espaldas. Quedó demostrada la ausencia de una cultura mediática, y la falta de preparación desde ambos lados para asumir una propuesta novedosa, interesante, y necesaria. Al final, entre alguna que otra pregunta sin fuste, las salas se convirtieron en escenarios para librar particulares batallas, en las que el silencio premeditado y la soberbia ejercida desde el poder de decisión, fueron las armas esgrimidas contra las poquísimas interrogantes cuestionadoras.
Algunos de nuestros managers y jugadores, acostumbrados a dar la cara solo en contados momentos —y por demás felices—, se han sentido agredidos por la forma y el contenido de ciertas preguntas que, todo sea dicho, pudieron tener un mejor acabado. Y ripostaron con pólvora, cuando podían haber lucido sus mejores dotes de inteligencia y sensatez.
Me inclino a pensar que, como solo la práctica garantiza la añorada perfección, estos intercambios llegarán algún día a cumplir las expectativas de los aficionados, por ahora tan decepcionados con las preguntas como molestos con las respuestas.
Llevarlas de la excepción en finales a la práctica durante el calendario regular, y concertarlas también antes de los partidos, pudiera ser la fórmula. Solo hay que ponerles altas dosis de voluntad.
Algunas decisiones vistas durante la postemporada dejaron en evidencia las carencias de nuestros árbitros.
Villa Clara es campeón y sus seguidores todavía andan de fiesta. Matanzas mantuvo su ascendente paso, y sus parciales reconocen el colosal esfuerzo de un grupo de jugadores que, mirado desapasionadamente, todavía no estaba «a punto de caramelo». Terminó la Serie Nacional, la 52, la del cambio de estructura —una más—; la del «show de los refuerzos», la determinante para el III Clásico Mundial y la previa al añorado regreso de Cuba a la Serie del Caribe; la de la consagración de Freddy Asiel, la del jonrón de Pestano…
Como siempre sucede después de los play off, queda esa sensación de euforia generalizada que en ocasiones suele nublar la vista y nos hace solo ver la textura del forro. Que la campaña fue emocionante nadie lo duda. Como es lógico, más en los momentos que estaba en juego el avance a la etapa élite —la de los ocho equipos—, la inclusión entre los llamados «cuatro grandes», o la conquista del cetro.
Sin embargo, detenernos solamente en sus puntos más encumbrados sería tan perjudicial como pretender mirarnos el ombligo. Prefiero, entonces, reparar en las manchas, adentrarme un poco en lo más interno de nuestra pelota, consciente de que no hago ningún descubrimiento y a riesgo de parecer un aguafiestas.
No es la primera vez que escribo sobre la necesidad de establecer, de una vez y por todas, una estructura única para nuestras series nacionales. También he sido reiterativo al definir que la vía más segura y expedita para elevar el nivel de nuestro béisbol es la concentración de la calidad, ahora muy dispersa entre 16 equipos que sufren a la hora de establecer funciones definidas en sus cuerpos de lanzadores.
La discriminación de la mitad de los equipos para la segunda parte, y la selección de cinco refuerzos para cada uno de los ocho elencos con posibilidades de pelear por el cetro, fue un primer paso de avance en ese sentido. En más de un equipo quedó roto el mito de que los jugadores solo sienten por los colores de sus provincias de origen, y eso despeja el camino hacia nuevas visiones.
Ahora, vivo convencido de que en temas de estructura, no se ha dicho la última palabra. Y no se dirá —es mi criterio— hasta que no se asuma la Serie Nacional como el núcleo de nuestro béisbol, y sus intereses dejen de estar siempre subordinados a las variaciones del entorno. El concepto de «maniobrabilidad» sobre nuestro campeonato, que suponía una ventaja de cara al resto del mundo, nunca ha funcionado como tal. Ahí están los resultados para comprobarlo.
Otro punto flaco sigue siendo la seriedad con que se organizan nuestros campeonatos. Resulta cuando menos alarmante el nivel de improvisación que marcó la recién concluida campaña, corregida sobre la marcha y no siempre con un criterio acertado.
Puede parecer entendible considerando que todo se «armó» a la carrera, pues, entre otras cosas, fue esa la sensación que dejó la salida oficial de Metropolitanos a muy poco de lanzarse la primera bola. O la intempestiva cancelación de una anunciada Liga de Desarrollo, para dar paso a una Segunda División, torneo al que se dedicaron no pocos recursos y esfuerzo con la paradoja de luchar por el noveno puesto de la tabla. Sería contraproducente que, con tanto tiempo mediante a partir de ahora, ciertas cosas volvieran a suceder.
Existe un reglamento de la Serie Nacional, pero a todas luces, necesita ser revisado con absoluta meticulosidad y cuanto antes, en aras de que no siga siendo superado por la realidad. Por ejemplo, la adquisición de refuerzos, por novedosa, dejó muchos flecos sueltos, y el «carnaval» de altas y bajas entre ellos por los más diversos motivos, levantó demasiadas suspicacias.
Para que el béisbol se convierta en el espectáculo integral que todos aspiramos, habría que repensar muchísimas cosas que suceden dentro y fuera del diamante. Pienso en el tan pedido reajuste de los horarios de juego, pues salvo a la televisión, a más nadie beneficia el comienzo de los partidos a las 8:15 p.m. También en las situaciones que se dan a menudo en nuestros estadios —que una orquesta detuviera por más de 15 minutos un juego de la final en el Sandino fue casi surrealista. Y muchos detalles más, de los que son responsables cada uno de los protagonistas del pasatiempo nacional.
Entre ellos están los árbitros, quienes asumieron en el epílogo de la campaña el rol más cuestionable. No es una revelación afirmar que el arbitraje del béisbol cubano vive por estos tiempos una de sus etapas más grises. Y eso nada tiene que ver con su naturaleza humana, a la cual siempre acudimos como coartada para atenuar la inmensa responsabilidad que tienen sobre el terreno.
Pero ya identificado el problema, sería insensato dejar de indagar en las causas que han motivado este notable descenso en el nivel de nuestros imparciales, porque si hay algo que reconocer, es que sus equivocaciones no han tenido preferencias. ¿Falta de preparación? ¿Excesiva edad? ¿Desmotivación? ¿Incapacidad para lidiar con la responsabilidad y la presión? ¿Todas juntas? Se impone investigar y tomar las medidas pertinentes, pues en sus decisiones está en juego el esfuerzo de muchísimas personas.
Que la homogenización de la zona de strike sigue siendo para ellos una verdadera utopía, se nota en cada partido. Elegir la posición menos propicia para apreciar una jugada también ha sido un «pecado» reiterado. Es cierto, ya lo mencioné, que no hablamos de máquinas, que el público les es reiteradamente hostil. Pero que un principal se pierda en el conteo de un bateador en el mismo primer inning, solo contribuye a que, ni los deslices en las jugadas más «chiquitas», esas que solo son traducibles a través de la cámara lenta, se les quieran perdonar.
No obstante, absolutamente nada justifica las reiteradas faltas al más mínimo respeto que sufren por parte de los aficionados, jugadores y directores. Ni que se pretenda, a través de la violencia y los trompones —como varios han querido hacer—, protestar una decisión tomada, aun cuando asista la razón para tanta inconformidad. Y en la pelota cubana, tales hechos abundan como el marabú en nuestros campos.
Y por último —quedan temas pero no espacio— merecen unas líneas la mirada hacia las nacientes conferencias de prensa pos-partido, un loable ejercicio de, entre otras cosas, tender puentes entre el público y sus héroes deportivos.
Sin embargo, todos los que debíamos aportar algo a este noble intento terminamos con una enorme deuda sobre nuestras espaldas. Quedó demostrada la ausencia de una cultura mediática, y la falta de preparación desde ambos lados para asumir una propuesta novedosa, interesante, y necesaria. Al final, entre alguna que otra pregunta sin fuste, las salas se convirtieron en escenarios para librar particulares batallas, en las que el silencio premeditado y la soberbia ejercida desde el poder de decisión, fueron las armas esgrimidas contra las poquísimas interrogantes cuestionadoras.
Algunos de nuestros managers y jugadores, acostumbrados a dar la cara solo en contados momentos —y por demás felices—, se han sentido agredidos por la forma y el contenido de ciertas preguntas que, todo sea dicho, pudieron tener un mejor acabado. Y ripostaron con pólvora, cuando podían haber lucido sus mejores dotes de inteligencia y sensatez.
Me inclino a pensar que, como solo la práctica garantiza la añorada perfección, estos intercambios llegarán algún día a cumplir las expectativas de los aficionados, por ahora tan decepcionados con las preguntas como molestos con las respuestas.
Llevarlas de la excepción en finales a la práctica durante el calendario regular, y concertarlas también antes de los partidos, pudiera ser la fórmula. Solo hay que ponerles altas dosis de voluntad.
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