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Silvio, la música y el barrio
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Silvio, la música y el barrio
No hicieron falta las presentaciones. Luego sobrevino un silencio y quizá se impacientaron los rostros cienfuegueros que el trovador reconocía ajenos. Rompió la melodía y se escuchó la voz de Silvio Rodríguez en el barrio
Cienfuegos.— La llovizna humedeció el pentagrama, una y otra vez, haciendo borrosas las corcheas y las semifusas, y dejando en las pieles un olor extraño que traía recuerdos de otras tierras. Pero nadie se movió de su sitio, no pestañeamos siquiera para sacudirnos las gotas del cuerpo y continuamos tarareando las canciones, abriendo las bocas al viento y mirándolo, sobre todo: mirándolo.
La figura, con guitarra en mano, se sentó a un lado de la bandera, y de repente quedó alumbrada por las pupilas y las luces de la noche. Cuando apareció, rompió un temblor de aplausos y las cabezas se alzaron desde la calle para descubrirlo por debajo de la gorra, entre los espejuelos, para descifrarlo como cualquier otro dios mortal sobre la tarima.
No hicieron falta las presentaciones. Luego sobrevino un silencio y quizá se impacientaron los rostros que él reconocía ajenos. Rompió la melodía, saltaron de las cuerdas los acordes —y de la flauta y del bajo y de la batería y de las otras cuerdas—, se dibujaron en los cuerpos, despacio, al ritmo mismo de las frases. ¡Comenzó el concierto con una sorprendente nube de acordes nublando los sentidos!
Estábamos pegados, unos con otros, y nos mirábamos como si nos recordásemos de alguna canción. Juraría que al señor del pulóver de rayas lo vi emerger de la sombra y de la mar como el escaramujo; y la muchacha de mi diestra me escudriñaba como si hubiese salido yo con un sombrero de algún óleo, de algún cuadro de Chagal o de Van Gogh. Y hasta nos dimos las manos, aún sin dárnoslas, quizá porque Silvio y su música tienen poderes que ni él imagina.
El barrio no era el de siempre, antes jugaba entre soledades y vecinos a ver de qué forma podía sacudirse la cotidianidad. Se vencía al sueño, temprano, tratando de crear fuerzas para el amanecer. Pero las memorias se esfumaban sin muchos escándalos, y eran apacibles los días y las tardes y hasta las noches. Por ello el contraste fue idílico.
Aquel día, al menos aquel atardecer de colores diferentes y cielo gris, el barrio se despertó de entre las aceras, desmoronó el repello de las casas, agitó con vientos las ventanas y las puertas, y fue allá, a subirse en los techos junto con algunos visitantes, para degustar al compositor de leyendas, al cantautor de glorias y verdades. Todos nos sorprendimos cuando lo vimos saltando entre las placas, extendiendo los pies y danzando con quienes también subieron a las alturas para degustar una vista mejor.
En lontananza: un cuadro recreado a base de locomotoras y raíles de línea, y también gente, mucha gente que escaló los límites entre la Terminal de trenes y la tarima para ver. Y de vez en cuando, sin avisar, venía un pitazo y humo a difuminar la concentración, entonces descubrimos que hasta la armonía de los ferrocarriles estaba en consonancia con Silvio, con nosotros.
El tiempo se esfumó sin recatos, nos dejó atontados en medio de la calle aún después de que coreáramos: «otra, otra», y que él la cantara y que se despidiera y que abandonara el escenario dejando un sabor demasiado nostálgico junto a la armonía, que se quedó levitando como un extraño rabo de nube.
La primera gira de Silvio fuera de la capital tuvo como escenario a Cienfuegos y sus barrios, tuvo a mucha gente que cambiamos después de la música, que tuvimos la posibilidad de penetrarle los recuerdos y descubrirlo en otra época con papel y lápiz en mano, sentado en cualquier esquina, componiendo, inventando ese universo de imágenes y sensaciones que pocos como él saben procrear.
Cienfuegos.— La llovizna humedeció el pentagrama, una y otra vez, haciendo borrosas las corcheas y las semifusas, y dejando en las pieles un olor extraño que traía recuerdos de otras tierras. Pero nadie se movió de su sitio, no pestañeamos siquiera para sacudirnos las gotas del cuerpo y continuamos tarareando las canciones, abriendo las bocas al viento y mirándolo, sobre todo: mirándolo.
La figura, con guitarra en mano, se sentó a un lado de la bandera, y de repente quedó alumbrada por las pupilas y las luces de la noche. Cuando apareció, rompió un temblor de aplausos y las cabezas se alzaron desde la calle para descubrirlo por debajo de la gorra, entre los espejuelos, para descifrarlo como cualquier otro dios mortal sobre la tarima.
No hicieron falta las presentaciones. Luego sobrevino un silencio y quizá se impacientaron los rostros que él reconocía ajenos. Rompió la melodía, saltaron de las cuerdas los acordes —y de la flauta y del bajo y de la batería y de las otras cuerdas—, se dibujaron en los cuerpos, despacio, al ritmo mismo de las frases. ¡Comenzó el concierto con una sorprendente nube de acordes nublando los sentidos!
Estábamos pegados, unos con otros, y nos mirábamos como si nos recordásemos de alguna canción. Juraría que al señor del pulóver de rayas lo vi emerger de la sombra y de la mar como el escaramujo; y la muchacha de mi diestra me escudriñaba como si hubiese salido yo con un sombrero de algún óleo, de algún cuadro de Chagal o de Van Gogh. Y hasta nos dimos las manos, aún sin dárnoslas, quizá porque Silvio y su música tienen poderes que ni él imagina.
El barrio no era el de siempre, antes jugaba entre soledades y vecinos a ver de qué forma podía sacudirse la cotidianidad. Se vencía al sueño, temprano, tratando de crear fuerzas para el amanecer. Pero las memorias se esfumaban sin muchos escándalos, y eran apacibles los días y las tardes y hasta las noches. Por ello el contraste fue idílico.
Aquel día, al menos aquel atardecer de colores diferentes y cielo gris, el barrio se despertó de entre las aceras, desmoronó el repello de las casas, agitó con vientos las ventanas y las puertas, y fue allá, a subirse en los techos junto con algunos visitantes, para degustar al compositor de leyendas, al cantautor de glorias y verdades. Todos nos sorprendimos cuando lo vimos saltando entre las placas, extendiendo los pies y danzando con quienes también subieron a las alturas para degustar una vista mejor.
En lontananza: un cuadro recreado a base de locomotoras y raíles de línea, y también gente, mucha gente que escaló los límites entre la Terminal de trenes y la tarima para ver. Y de vez en cuando, sin avisar, venía un pitazo y humo a difuminar la concentración, entonces descubrimos que hasta la armonía de los ferrocarriles estaba en consonancia con Silvio, con nosotros.
El tiempo se esfumó sin recatos, nos dejó atontados en medio de la calle aún después de que coreáramos: «otra, otra», y que él la cantara y que se despidiera y que abandonara el escenario dejando un sabor demasiado nostálgico junto a la armonía, que se quedó levitando como un extraño rabo de nube.
La primera gira de Silvio fuera de la capital tuvo como escenario a Cienfuegos y sus barrios, tuvo a mucha gente que cambiamos después de la música, que tuvimos la posibilidad de penetrarle los recuerdos y descubrirlo en otra época con papel y lápiz en mano, sentado en cualquier esquina, componiendo, inventando ese universo de imágenes y sensaciones que pocos como él saben procrear.
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