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Diario di un bicitaxista:por la calle Capricho
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Diario di un bicitaxista:por la calle Capricho
Diario de un bicitaxista: Por la calle Capricho
A las cinco de la mañana me encontrarás como un zombi, todavía acostado pero con el brazo extendido hacia la mesita de noche, donde suena el despertador. Mi intención es apagarlo y levantarme. Ir al trabajo. Pero antes debo despejar la oscuridad que habita en mi mente, acordarme dónde estoy, quién soy, qué se supone que haga. Sería un desastre comenzar el día sin haber dado respuesta a esas simples interrogantes. son las únicas que me permito en el día.
Sin moverme más de lo que ya lo he hecho visualizo la masa amorfa que todavía es el reloj. Mi cerebro sonámbulo se esfuerza hasta que por fin recuerda las grandes manecillas negras sobre el fondo blanco. Una estará detenida sobre el número doce. La otra sobre el cinco. La mano sobre el despertador, que aún suena, desea apagarlo y regresar bajo la sábana, al mundo de la somnolencia. Así no tendrá hoy que aferrar duro el timón del bicitaxi mientras subo una loma, ni embarrarse de grasa si la cadena se parte o una goma se pincha. Si mi mano regresara a Sueñolandia no tendría que estrechar la mano del inspector que con falsa amabilidad me dice “¿Acabaste de sacar los papeles, ya tienes licencia?” Y como aún no los tengo, mi mano deberá extraer del bolsillo treinta pesos y colocarlos sobre la mano del amable inspector, que correrá a esconderse dentro del portafolio en lo que el hombre dice: “Ok, tú sabes, nos vemos mañana”.
Pero yo no le pido opinión a mi mano. Nunca le he permitido tomar el mando. Quien ordena es el cerebro, aunque aún está entumecido. Necesita dar el primer paso, concentrarse en el reloj. Recuerda que es de plástico gris, cuadrado. Que en la parte superior derecha tiene un surco carmelitoso. Allí un cigarro se consumió, olvidado por mi abuela.
El rostro de mi abuela se perfila en mi mente: anguloso, torcido por las continuas isquemias. “Cada día es un conflicto entre el camino fácil y el camino correcto”, recuerdo que me dice.
Mi abuela terminó muriendo. Lo de siempre. A ella le debo esta casa donde vivo con mi mujer y mis hijos. De ella también heredé, según dicen, un cierto tono dubitativo en la mirada, como si analizase cada cosa desde la óptica de los por qué. Bueno, en realidad esas son mis palabras. Lo que los colegas de los bicitaxis dicen es que si tengo cataratas. Que si veo bien un burro a dos pasos. Un par de ellos me ayudan a enderezar la llanta mientras se ríen. Su burla es bastante sana. Yo les respondo que caigo en tantos baches no porque no los vea, sino porque ando pensando en otras cosas. “No hay nada en qué pensar, Alex”, me dice Rosendo. “Esta pincha se trata de dar pedales y cobrar. Cobrar y dar pedales. Lo único que tienes que saberte son dos o tres señales de tránsito”. A lo que Yolexis La Amenaza Negra añade: “Eso es mierda. Lo que tienes que pensar, siempre, es a quién montas de madrugada en tu bicitaxi. Y ya sabes, pensar siempre qué hacer si par de negrones intentan quitarte el dinero. Porque tú tienes por lo menos un tubo escondido, ¿no, brother?”. La Amenaza Negra aprieta como con ira la tuerca de la rueda, y vuelve a la carga: “Brother, yo te veo así tan blanquito y con ese pelo largo y me entra una duda…” Le da una calada al cigarro y dice: “Brother, tú tienes lo que tienes que tener para darle un tubazo al que te quiera quitar el dinero, ¿o me equivoco?” Le digo que sí con la cabeza. “Sí, ¿pero cuál sí es ese?, pregunta. “El sí que dice que yo estoy equivocado o el sí que tienes los pantalones bien puestos”. Yo pienso que el tubazo no es el camino correcto, como diría mi abuela, pero le digo “No jodas, brother. ¡El primer sí, el de los pantalones!”, y me acomodo los huevos para que se lleve una idea más precisa. No es que lo haya convencido mucho, pero al menos sirve para que tire el cigarro a un charco, se monte en su bici y parta a buscarse el baro.
Entonces, de eso se trata. De ganarse la vida sin pensar en más nada.
Sabiéndolo, mi mano obedece: apaga el despertador. Mi cuerpo se deshace de la sábana y pongo los pies en el suelo. De inmediato escucho los ladridos de la perra en el patio. Es como si me presintiera. Como si estuviéramos conectados por una red invisible que le enciende un bombillo en el cerebro cuando mis pies se posan en el piso frío. Antes de hacer otra cosa salgo y le doy mis mejores caricias: un par de pescozones entre oreja y oreja. Puede que también le apriete la cabeza hasta que los ojos se le achinen. Ella me devuelve el amor con un par de lengüetazos. Se para en dos patas y salta para morderme una oreja. Casi nunca la dejo. Tiene que ser que ese día haya mucho frío y yo sienta una tentación muy grande de volver a la cama. Entonces sí, me agacho para dejarme morder. El pequeño dolor sirve para despertarme. Es como uno de aquellos tirones de oreja que me daba abuela cuando me portaba mal. Luego vamos a la cocina. Ella se echa en un rincón mientras yo preparo el desayuno.
El día ha comenzado. Soy de nuevo Alex, el del bicitaxi. Como ayer, hoy saldré a las calles a ganarme con honradez el dinero. Siempre miraré adelante. No voltearé a contemplar el camino recorrido porque detrás estará el adversario. Uno que no puedo ver. Alguien que no deja de pisarme los talones. Es aquel que pregunta “¿Por qué lo haces? ¿De verdad crees que merece la pena tanto esfuerzo? ¡Desiste! Nunca alcanzarás tus sueños”, dice él. Y yo como que me cagaré en su estampa. En Matanzas hay una calle que se llama Capricho. También es una loma. Subiré por ella apretando el timón, presionando fuerte los pedales. No permitiré que el cansancio me venza. Llenaré de aire mis pulmones y al final del trayecto, cuando caiga la noche, regresaré a la paz de mi hogar con la alegría de reencontrar a mi perra, a mi esposa, a mis hijos, y al recuerdo de abuela que entre una nube de humo de cigarro me recuerda cuál es el camino correcto. Ya sé que no es el más fácil.
A las cinco de la mañana me encontrarás como un zombi, todavía acostado pero con el brazo extendido hacia la mesita de noche, donde suena el despertador. Mi intención es apagarlo y levantarme. Ir al trabajo. Pero antes debo despejar la oscuridad que habita en mi mente, acordarme dónde estoy, quién soy, qué se supone que haga. Sería un desastre comenzar el día sin haber dado respuesta a esas simples interrogantes. son las únicas que me permito en el día.
Sin moverme más de lo que ya lo he hecho visualizo la masa amorfa que todavía es el reloj. Mi cerebro sonámbulo se esfuerza hasta que por fin recuerda las grandes manecillas negras sobre el fondo blanco. Una estará detenida sobre el número doce. La otra sobre el cinco. La mano sobre el despertador, que aún suena, desea apagarlo y regresar bajo la sábana, al mundo de la somnolencia. Así no tendrá hoy que aferrar duro el timón del bicitaxi mientras subo una loma, ni embarrarse de grasa si la cadena se parte o una goma se pincha. Si mi mano regresara a Sueñolandia no tendría que estrechar la mano del inspector que con falsa amabilidad me dice “¿Acabaste de sacar los papeles, ya tienes licencia?” Y como aún no los tengo, mi mano deberá extraer del bolsillo treinta pesos y colocarlos sobre la mano del amable inspector, que correrá a esconderse dentro del portafolio en lo que el hombre dice: “Ok, tú sabes, nos vemos mañana”.
Pero yo no le pido opinión a mi mano. Nunca le he permitido tomar el mando. Quien ordena es el cerebro, aunque aún está entumecido. Necesita dar el primer paso, concentrarse en el reloj. Recuerda que es de plástico gris, cuadrado. Que en la parte superior derecha tiene un surco carmelitoso. Allí un cigarro se consumió, olvidado por mi abuela.
El rostro de mi abuela se perfila en mi mente: anguloso, torcido por las continuas isquemias. “Cada día es un conflicto entre el camino fácil y el camino correcto”, recuerdo que me dice.
Mi abuela terminó muriendo. Lo de siempre. A ella le debo esta casa donde vivo con mi mujer y mis hijos. De ella también heredé, según dicen, un cierto tono dubitativo en la mirada, como si analizase cada cosa desde la óptica de los por qué. Bueno, en realidad esas son mis palabras. Lo que los colegas de los bicitaxis dicen es que si tengo cataratas. Que si veo bien un burro a dos pasos. Un par de ellos me ayudan a enderezar la llanta mientras se ríen. Su burla es bastante sana. Yo les respondo que caigo en tantos baches no porque no los vea, sino porque ando pensando en otras cosas. “No hay nada en qué pensar, Alex”, me dice Rosendo. “Esta pincha se trata de dar pedales y cobrar. Cobrar y dar pedales. Lo único que tienes que saberte son dos o tres señales de tránsito”. A lo que Yolexis La Amenaza Negra añade: “Eso es mierda. Lo que tienes que pensar, siempre, es a quién montas de madrugada en tu bicitaxi. Y ya sabes, pensar siempre qué hacer si par de negrones intentan quitarte el dinero. Porque tú tienes por lo menos un tubo escondido, ¿no, brother?”. La Amenaza Negra aprieta como con ira la tuerca de la rueda, y vuelve a la carga: “Brother, yo te veo así tan blanquito y con ese pelo largo y me entra una duda…” Le da una calada al cigarro y dice: “Brother, tú tienes lo que tienes que tener para darle un tubazo al que te quiera quitar el dinero, ¿o me equivoco?” Le digo que sí con la cabeza. “Sí, ¿pero cuál sí es ese?, pregunta. “El sí que dice que yo estoy equivocado o el sí que tienes los pantalones bien puestos”. Yo pienso que el tubazo no es el camino correcto, como diría mi abuela, pero le digo “No jodas, brother. ¡El primer sí, el de los pantalones!”, y me acomodo los huevos para que se lleve una idea más precisa. No es que lo haya convencido mucho, pero al menos sirve para que tire el cigarro a un charco, se monte en su bici y parta a buscarse el baro.
Entonces, de eso se trata. De ganarse la vida sin pensar en más nada.
Sabiéndolo, mi mano obedece: apaga el despertador. Mi cuerpo se deshace de la sábana y pongo los pies en el suelo. De inmediato escucho los ladridos de la perra en el patio. Es como si me presintiera. Como si estuviéramos conectados por una red invisible que le enciende un bombillo en el cerebro cuando mis pies se posan en el piso frío. Antes de hacer otra cosa salgo y le doy mis mejores caricias: un par de pescozones entre oreja y oreja. Puede que también le apriete la cabeza hasta que los ojos se le achinen. Ella me devuelve el amor con un par de lengüetazos. Se para en dos patas y salta para morderme una oreja. Casi nunca la dejo. Tiene que ser que ese día haya mucho frío y yo sienta una tentación muy grande de volver a la cama. Entonces sí, me agacho para dejarme morder. El pequeño dolor sirve para despertarme. Es como uno de aquellos tirones de oreja que me daba abuela cuando me portaba mal. Luego vamos a la cocina. Ella se echa en un rincón mientras yo preparo el desayuno.
El día ha comenzado. Soy de nuevo Alex, el del bicitaxi. Como ayer, hoy saldré a las calles a ganarme con honradez el dinero. Siempre miraré adelante. No voltearé a contemplar el camino recorrido porque detrás estará el adversario. Uno que no puedo ver. Alguien que no deja de pisarme los talones. Es aquel que pregunta “¿Por qué lo haces? ¿De verdad crees que merece la pena tanto esfuerzo? ¡Desiste! Nunca alcanzarás tus sueños”, dice él. Y yo como que me cagaré en su estampa. En Matanzas hay una calle que se llama Capricho. También es una loma. Subiré por ella apretando el timón, presionando fuerte los pedales. No permitiré que el cansancio me venza. Llenaré de aire mis pulmones y al final del trayecto, cuando caiga la noche, regresaré a la paz de mi hogar con la alegría de reencontrar a mi perra, a mi esposa, a mis hijos, y al recuerdo de abuela que entre una nube de humo de cigarro me recuerda cuál es el camino correcto. Ya sé que no es el más fácil.
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