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VILLA MARISTA
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VILLA MARISTA
Por Iliana Curra
El auto color blanco, marca Lada de fabricación soviética, arrancó bruscamente haciendo chillar sus gomas. Un hombre demasiado musculoso con cara de bruto atendía el timón. A su lado, un oficial de ojos verdes, aparentemente el jefe de la cuadrilla, daba cuentas por la radio a la oficina central que su objetivo estaba cumplido. Detrás, dos oficiales de la Seguridad del Estado me acompañaban. Yo íba en el centro de ellos –tipo sandwhich- como si se tratara de alguien muy peligrosa.
El agua caía a raudales. Una tormenta tropical inundaba las calles habaneras en una noche normal que dejó de serla desde el mismo momento en que penetraron en mi vivienda. Me acababan de sacar de mi casa en Santos Suárez, luego de más de cuatro horas de registro minucioso.
Serían las 6 de la tarde cuando sentí un toque en la puerta. Yo me encontraba en los altos. No es que se tratara de una casa de dos plantas, es que vivia en algo que le llaman “barbacoa”. Los cubanos, que nos ingeniamos para todo, habíamos bautizado el invento con ese nombre, pero se trataba de expandir un poco más el espacio que apenas nos alcanzaba para vivir. En unos segundos sentí la voz de mi madre llamándome, pero eso fue, precisamente, lo que me puso en guardia. Su tono me decía que algo andaba mal, y así fue.
Bajé la escalera de apenas unos pocos peldaños. No había llegado abajo cuando un hombre de alta estatura puso ante mis ojos un carnet, donde pude leer apuradamente “DSE (Departamento de Seguridad del Estado). Me dijo con la arrogancia propia de los oficiales castristas: “Venimos a registrar tu casa porque estás acusada de Propaganda Enemiga” Lo demás sobraba. Lo único que se me ocurrió decirle, fue: “Adelante, cuando quieran”, aunque ya estaban adentro.
Cuatro oficiales de la Seguridad del Estado cubana habían invadido mi territorio. Todos eran altos y fuertes, y me preguntaba si es que los escogían así, o era pura coincidencia. Me ordenaron sentarme en la pequeñísima salita del apartamento, sin poder hablar, ni moverme de allí. Uno de los esbirros se quedó para vigilarme y los otros comenzaron su labor de registrarlo todo.
Era el verano de 1992. Exactamente el 16 de julio. El calor era insoportable, y la “barbacoa”, por tener el techo bastante bajo, era como un horno. Cuando los esbirros comenzaron a registrar, mi madre les apagó el ventilador diciéndoles que si querían estar allí, que pasaran calor. Sudaron tanto como si estuvieran en un baño turco. Era el mismo calor que yo pasaba cuando nos quitaban la corriente por tantas horas.
No quedó nada por explorar. Parecía que estaban buscando algo invisible. Algunas pocas evidencias del derecho que ejercí para expresarme aparecieron, y tal parecía que habían encontrado un cofre de diamantes.
Afuera, evidentemente, habían parqueado otros carros pertenecientes a los represores. En algún momento entró un oficial de baja estatura. Usaba botines y al verlo, puede identificarlo como alguien que visitara alguna vez la oficina donde yo trabajaba. Luego de su visita “casual”, alguien me había confirmado quién era el personaje. Iba acompañado en aquel momento por un esbirro, también oficial de la Seguridad del Estado. que controlaba el lugar donde yo trabajaba. Justamente ya sabía que me estaban siguiendo los pasos.
El oficial de baja estatura era un Coronel, aparentemente, el jefe del operativo. Dijo algo a sus subalternos, me miró, y luego se fue a continuar sus quehaceres represivos. Al terminar el registro, los esbirros le dijeron a mi madre: “la llevamos con nosotros. Si no regresa hoy, mañana vaya a Villa Marista y pregunte por ella”. El mensaje estaba dado de la forma más simple: no regresaría.
Habían acumulado papeles escritos, libros y todo cuanto se les antojó. En el congelador del refrigerador ocuparon un paquete de carne de res, que jamás volví a ver, así como dos paqueticos de masa de cangrejo que ese mismo día había comprado en la bolsa negra. Evidentemente las carnes pertenecían a animales que no apoyaban al régimen, porque fueron retenidos –y comidos- por oficiales de la Seguridad del Estado. No dejaron de incautar dos pequeños pollos congelados que, gracias a la bondad de la revolución, nos habían vendido por la libreta de racionamiento. Mi madre les exigió los pollos diciéndoles que eran de la cuota mensual, que en aquel momento era todo un manjar.
Al salir al pasillo ya era de noche y llovía fuertemente. Mis vecinos miraban furtivamente por las ventanas, y al salir a la calle, todas estaban ocupadas por detrás. La curiosidad era grande. El miedo mucho mayor.
El carro salió disparado a una velocidad inusual en calles llenas de baches por doquier. El oficial musculoso con cara de bruto apretaba el acelerador como un corredor de carreras de autos. Llegamos rápidamente a la sede de la Seguridad del Estado en la Habana. Un guardia de una garita al costado de la entrada principal nos dejó pasar. Ingresamos en un lugar antiguamente muy conocido, pero no más que ahora. La Villa de los Maristas, una escuela religiosa convertida en cuartel, nada más y nada menos que del aparato represivo mayor en la isla.
El auto parqueó debajo de un techo y el oficial de ojos verdes salió para hablar por un teléfono intercomunicador. Una puerta se abrió, y me bajaron del auto para hacerme entrar por ella. Me sentaron en un banco de madera, y me encontré con un salón grande tapizado con madera barnizada. Frente a mí habían cristales oscuros donde, al parecer, estaba alguien observando.
Al rato llegó una mujer de unos seis pies de estatura. Vestía uniforme de campaña verde olivo y aparentaba unos 50 años. Me llamó y me entró en un lugar que parecía una celda pequeña. Me dijo: “quítate la ropa”. Empecé por quitarme el pantalón y el pulover, pero continuó diciendo: “toda la ropa”. Mi estupor fue tan grande que todavía siento la vergüenza de aquel momento. Toda la ropa significaba absolutamente todo. Ya desnuda, me dijo: “ahora haz cinco cuclillas. Nunca en mi vida había sentido tanta timidez, ni tanta ira a la vez. Me sentí menos que nada. Recordé películas de los judíos cuando eran desnudados frente a los nazis. Entendí, entonces, por qué odiaron y odian tanto al nazismo.
Luego de la requisa, me volví a vestir. Era evidente mi desconcierto. Este tipo de tratamiento está totalmente concebido para desestabilizarte emocionalmente. Me llevaron por un pasillo medio oscuro a un cuarto donde me tiraron una foto y me tomaron las huellas digitales. Luego me subieron por una escalera y continuamos por pasillos tenebrosos y vacíos hasta llevarme a un lugar donde me entregaron una ropa de mezclilla. Se trataba de una saya-short con una blusa que daban un calor espantoso. Me condujeron por un largo pasillo como de tres metros de ancho, que a sus lados tenía muchas puertas cerradas herméticamente. Se trataba de celdas para hombres. Las que estaban vacías tenían sus puertas abiertas y pude observar que, adentro habían dos literas para cuatro personas en un espacio bien reducido. Al terminar el pasillo llegamos delante de un médico que, para ganar su salario, te hace un chequeo rutinario y simple para decir que la atención médica existe.
Terminado el show, me llevaron a un área que era exclusiva para mujeres, podía estar ubicado en el segundo o tercer piso, de eso no tienes nunca la confirmación. Vestida con mi nueva ropa de detenida –aunque es la misma que se usa en prisión- me adentraron a mi nueva vivienda obligada: una celda con tres literas donde se encontraban dos detenidas. La celda en cuestión era grande, en comparación con las otras. Herméticamente cerrada, tenía como ventana algo que, al menos, permitía entrar el oxígeno, pero no te permitía ver absolutamente nada hacia fuera.
De las dos detenidas que estaban en la celda, una dijo estar por un presunto delito de “Propaganda Enemiga”, y la otra por algo que nunca aclaró bien. Se trataba de una reclusa común que hacía 100 días se encontraba en Villa Marista. Luego confirmé que las presas comunes que sacaban de la cárcel para esos lugares, era para tratar de sacar información a las que arrestaban por asuntos políticos.
Perdí mi nombre y apellidos. Fui bautizada con el número 230008, y a partir de ese instante, me llamaban así para sacarme a interrogatorios o a las visitas familiares de escasamente 10 minutos. Siendo como las 3 de la mañana me llama la guardia a cargo del lugar. Me avisaron por una pequeña ventanita que tiene la puerta. Me tiré de la litera y salí sin peinarme siquiera para mi primer interrogatorio. En la puerta enrejada del área de mujeres me esperaba un guardia de la raza negra que hablaba a media lengua. Me bajó por unos pasillos semioscuros y al entrar al área de interrogatorios, tocó una puerta recibiéndo el permiso del oficial que estaba adentro. Abrió la puerta hacia fuera y apareció otra que abría hacia dentro. Se paró tan recto como una estaca y casi a gritos dijo: “Permiso, teniente, para entregar la detenida”.
El oficial instructor que me esperaba era un primer teniente de unos 28 años de edad. Tenía baja estatura y unos ojos oscuros y penetrantes. Me recibió con cara de pocos amigos, y su primera amenaza fue decirme que me mandaría a buscar todas las noches a esa hora para interrogarme. Le dije que no me importaba, ya que cuando regresara podía dormir lo que quisiera, mientras él tenía unas ojeras visibles de no dormir. También le dije algo que le molestó mucho: “tendrás que estar por las noches reprimiéndome, mientras tu mujer está sola en tu casa, y terminará por engañarte”. Se puso tan molesto que no lo olvidó. Casi dos meses después me dijo que él confiaba en su esposa. Los interrogatorios fueron casi a diario y a cualquier hora, pero las madrugadas, evidentemente las cogió para estar en su casa.
Villa Marista es como una escuela superior para opositores. Quien no haya pasado por ella no conoce bien la represión. Es el lugar más difícil. Incluso, peor que la cárcel. Está diseñada para acabar física y psicológicamente con la gente. Un aparato represivo estudiado en escuelas de los países ex comunistas de Europa del Este. Los oficiales instructores de la Seguridad del Estado son psicólogos, psiquiátras, abogados o sociólogos. En aquel momento, casi todos habían estudiado en Alemania ex comunista o la antigua Unión Soviética.
Las celdas están preparadas para el desgaste de tu persona. Lámparas de luz fría de 40 walts que se mantienen encendida las 24 horas del día acaban con tu visión. Las paredes pintadas de blanco hacen más potente la claridad del lugar, lo que evita puedas dormir bien. El calor es insoportable, y el ruido de las rejas y los gritos del los guardias sacando detenidos, es constante. Algo que deteriora poco a poco la vida de quien padece ese encierro.
84 días en esas condiciones dieron como resultado una impresionante baja de peso, que parecía salida de un campo de concentración. El color de la piel era entre blanco y ceniza, debido a la total falta de sol. En dos ocasiones solamente me sacaron a tomar sol por un reducido tiempo, y eso aplica para todos los detenidos que allí se encuentran.
Las requisas semanales a las celdas eran parte también del sistema represivo que existía en Villa Marista. Nos sacaban al pasillo y nos ponían contra la pared con las manos detrás. Los guardias entraban a la celda y requisaban hasta las paredes, absolutamente todo. Yo, impaciente y aburrida a la vez, miraba a las cámaras de circuito cerrado que estaban instaladas en el pasillo y les sacaba la lengua. Disfrutaba de solo saber que estaban monitoreando mi burla, aunque nunca me lo dijeron. Un día de esos un oficial salió de mi celda asombrado por haber encontrado un libro. Se trataba del “Epílogo de Nuremberg” hecho por los comunistas, sobre el juicio realizado a los nazis después de terminada la segunda guerra mundial. Me preguntaba qué de dónde lo había sacado. Su ignorancia me molestó tanto que le dije: “Ese libro es hecho por ustedes los comunistas”. “¿No lo sabías?”. Era evidente que a ése no lo enviaron a estudiar a ninguna parte.
Día tras día era lo mismo. Un llamado desayuno compuesto por jugo de toronja que casi te perforaba el estómago. Un llamado almuerzo basado en picadillo de soya color verde con un olor tan desagradable –además del sabor- que era persistente e inolvidable. Y, por supuesto, una llamada comida que no se diferenciaba del almuerzo. La hora en que servían estos “manjares” podían casi juntarse o demorarse, según ellos decidieran.
Estar en Villa era como estar en Marte. Siempre me pregunté dónde me encontraba cuando el huracán Andrews arrasó con parte de Miami, ya que no retengo en mi mente nada que me lo haga recordar. Y es que, claro, estaba en un lugar donde no te enteras de que el mundo se acaba porque la información es totalmente cerrada.
En Villa Marista aprendí lo que era ser realmente opositora. Aprendí que el miedo no existe cuando estás dispuesta a lo que venga. Cuando sabes que te espera una prisión, sabe Dios por cuanto tiempo. Cuando aprendes a esperar y a esperar superando la monotonía entre cuatro paredes. Cuando sabes que ya no serás persona jamás en un sistema que te oprime y reprime hasta la saciedad. Cuando ya no hay nada que puedan hacer para tratar de doblegarte.
Y a pesar de las difíciles condiciones y de todo lo que puedes pasar en ese lugar, creo que salí fortalecida ideológicamente. Allí me gradué de algo que, quizás, no se estudie. Empecé a entender cosas que posiblemente nadie hubiera podido explicarme. Comprendí que la causa por la que me había comprometido tanto, no era menos que cualquier lucha en el mundo, y sobre todo, que valía la pena.
A partir de ahí supe entonces lo que quería de verdad. A partir de ahí empezó verdaderamente mi lucha que no terminará hasta tanto Cuba sea libre. Es mi camino aún por recorrer. Es mi suerte echada. Es mi obsesión… Es, simplemente, mi vida.
El auto color blanco, marca Lada de fabricación soviética, arrancó bruscamente haciendo chillar sus gomas. Un hombre demasiado musculoso con cara de bruto atendía el timón. A su lado, un oficial de ojos verdes, aparentemente el jefe de la cuadrilla, daba cuentas por la radio a la oficina central que su objetivo estaba cumplido. Detrás, dos oficiales de la Seguridad del Estado me acompañaban. Yo íba en el centro de ellos –tipo sandwhich- como si se tratara de alguien muy peligrosa.
El agua caía a raudales. Una tormenta tropical inundaba las calles habaneras en una noche normal que dejó de serla desde el mismo momento en que penetraron en mi vivienda. Me acababan de sacar de mi casa en Santos Suárez, luego de más de cuatro horas de registro minucioso.
Serían las 6 de la tarde cuando sentí un toque en la puerta. Yo me encontraba en los altos. No es que se tratara de una casa de dos plantas, es que vivia en algo que le llaman “barbacoa”. Los cubanos, que nos ingeniamos para todo, habíamos bautizado el invento con ese nombre, pero se trataba de expandir un poco más el espacio que apenas nos alcanzaba para vivir. En unos segundos sentí la voz de mi madre llamándome, pero eso fue, precisamente, lo que me puso en guardia. Su tono me decía que algo andaba mal, y así fue.
Bajé la escalera de apenas unos pocos peldaños. No había llegado abajo cuando un hombre de alta estatura puso ante mis ojos un carnet, donde pude leer apuradamente “DSE (Departamento de Seguridad del Estado). Me dijo con la arrogancia propia de los oficiales castristas: “Venimos a registrar tu casa porque estás acusada de Propaganda Enemiga” Lo demás sobraba. Lo único que se me ocurrió decirle, fue: “Adelante, cuando quieran”, aunque ya estaban adentro.
Cuatro oficiales de la Seguridad del Estado cubana habían invadido mi territorio. Todos eran altos y fuertes, y me preguntaba si es que los escogían así, o era pura coincidencia. Me ordenaron sentarme en la pequeñísima salita del apartamento, sin poder hablar, ni moverme de allí. Uno de los esbirros se quedó para vigilarme y los otros comenzaron su labor de registrarlo todo.
Era el verano de 1992. Exactamente el 16 de julio. El calor era insoportable, y la “barbacoa”, por tener el techo bastante bajo, era como un horno. Cuando los esbirros comenzaron a registrar, mi madre les apagó el ventilador diciéndoles que si querían estar allí, que pasaran calor. Sudaron tanto como si estuvieran en un baño turco. Era el mismo calor que yo pasaba cuando nos quitaban la corriente por tantas horas.
No quedó nada por explorar. Parecía que estaban buscando algo invisible. Algunas pocas evidencias del derecho que ejercí para expresarme aparecieron, y tal parecía que habían encontrado un cofre de diamantes.
Afuera, evidentemente, habían parqueado otros carros pertenecientes a los represores. En algún momento entró un oficial de baja estatura. Usaba botines y al verlo, puede identificarlo como alguien que visitara alguna vez la oficina donde yo trabajaba. Luego de su visita “casual”, alguien me había confirmado quién era el personaje. Iba acompañado en aquel momento por un esbirro, también oficial de la Seguridad del Estado. que controlaba el lugar donde yo trabajaba. Justamente ya sabía que me estaban siguiendo los pasos.
El oficial de baja estatura era un Coronel, aparentemente, el jefe del operativo. Dijo algo a sus subalternos, me miró, y luego se fue a continuar sus quehaceres represivos. Al terminar el registro, los esbirros le dijeron a mi madre: “la llevamos con nosotros. Si no regresa hoy, mañana vaya a Villa Marista y pregunte por ella”. El mensaje estaba dado de la forma más simple: no regresaría.
Habían acumulado papeles escritos, libros y todo cuanto se les antojó. En el congelador del refrigerador ocuparon un paquete de carne de res, que jamás volví a ver, así como dos paqueticos de masa de cangrejo que ese mismo día había comprado en la bolsa negra. Evidentemente las carnes pertenecían a animales que no apoyaban al régimen, porque fueron retenidos –y comidos- por oficiales de la Seguridad del Estado. No dejaron de incautar dos pequeños pollos congelados que, gracias a la bondad de la revolución, nos habían vendido por la libreta de racionamiento. Mi madre les exigió los pollos diciéndoles que eran de la cuota mensual, que en aquel momento era todo un manjar.
Al salir al pasillo ya era de noche y llovía fuertemente. Mis vecinos miraban furtivamente por las ventanas, y al salir a la calle, todas estaban ocupadas por detrás. La curiosidad era grande. El miedo mucho mayor.
El carro salió disparado a una velocidad inusual en calles llenas de baches por doquier. El oficial musculoso con cara de bruto apretaba el acelerador como un corredor de carreras de autos. Llegamos rápidamente a la sede de la Seguridad del Estado en la Habana. Un guardia de una garita al costado de la entrada principal nos dejó pasar. Ingresamos en un lugar antiguamente muy conocido, pero no más que ahora. La Villa de los Maristas, una escuela religiosa convertida en cuartel, nada más y nada menos que del aparato represivo mayor en la isla.
El auto parqueó debajo de un techo y el oficial de ojos verdes salió para hablar por un teléfono intercomunicador. Una puerta se abrió, y me bajaron del auto para hacerme entrar por ella. Me sentaron en un banco de madera, y me encontré con un salón grande tapizado con madera barnizada. Frente a mí habían cristales oscuros donde, al parecer, estaba alguien observando.
Al rato llegó una mujer de unos seis pies de estatura. Vestía uniforme de campaña verde olivo y aparentaba unos 50 años. Me llamó y me entró en un lugar que parecía una celda pequeña. Me dijo: “quítate la ropa”. Empecé por quitarme el pantalón y el pulover, pero continuó diciendo: “toda la ropa”. Mi estupor fue tan grande que todavía siento la vergüenza de aquel momento. Toda la ropa significaba absolutamente todo. Ya desnuda, me dijo: “ahora haz cinco cuclillas. Nunca en mi vida había sentido tanta timidez, ni tanta ira a la vez. Me sentí menos que nada. Recordé películas de los judíos cuando eran desnudados frente a los nazis. Entendí, entonces, por qué odiaron y odian tanto al nazismo.
Luego de la requisa, me volví a vestir. Era evidente mi desconcierto. Este tipo de tratamiento está totalmente concebido para desestabilizarte emocionalmente. Me llevaron por un pasillo medio oscuro a un cuarto donde me tiraron una foto y me tomaron las huellas digitales. Luego me subieron por una escalera y continuamos por pasillos tenebrosos y vacíos hasta llevarme a un lugar donde me entregaron una ropa de mezclilla. Se trataba de una saya-short con una blusa que daban un calor espantoso. Me condujeron por un largo pasillo como de tres metros de ancho, que a sus lados tenía muchas puertas cerradas herméticamente. Se trataba de celdas para hombres. Las que estaban vacías tenían sus puertas abiertas y pude observar que, adentro habían dos literas para cuatro personas en un espacio bien reducido. Al terminar el pasillo llegamos delante de un médico que, para ganar su salario, te hace un chequeo rutinario y simple para decir que la atención médica existe.
Terminado el show, me llevaron a un área que era exclusiva para mujeres, podía estar ubicado en el segundo o tercer piso, de eso no tienes nunca la confirmación. Vestida con mi nueva ropa de detenida –aunque es la misma que se usa en prisión- me adentraron a mi nueva vivienda obligada: una celda con tres literas donde se encontraban dos detenidas. La celda en cuestión era grande, en comparación con las otras. Herméticamente cerrada, tenía como ventana algo que, al menos, permitía entrar el oxígeno, pero no te permitía ver absolutamente nada hacia fuera.
De las dos detenidas que estaban en la celda, una dijo estar por un presunto delito de “Propaganda Enemiga”, y la otra por algo que nunca aclaró bien. Se trataba de una reclusa común que hacía 100 días se encontraba en Villa Marista. Luego confirmé que las presas comunes que sacaban de la cárcel para esos lugares, era para tratar de sacar información a las que arrestaban por asuntos políticos.
Perdí mi nombre y apellidos. Fui bautizada con el número 230008, y a partir de ese instante, me llamaban así para sacarme a interrogatorios o a las visitas familiares de escasamente 10 minutos. Siendo como las 3 de la mañana me llama la guardia a cargo del lugar. Me avisaron por una pequeña ventanita que tiene la puerta. Me tiré de la litera y salí sin peinarme siquiera para mi primer interrogatorio. En la puerta enrejada del área de mujeres me esperaba un guardia de la raza negra que hablaba a media lengua. Me bajó por unos pasillos semioscuros y al entrar al área de interrogatorios, tocó una puerta recibiéndo el permiso del oficial que estaba adentro. Abrió la puerta hacia fuera y apareció otra que abría hacia dentro. Se paró tan recto como una estaca y casi a gritos dijo: “Permiso, teniente, para entregar la detenida”.
El oficial instructor que me esperaba era un primer teniente de unos 28 años de edad. Tenía baja estatura y unos ojos oscuros y penetrantes. Me recibió con cara de pocos amigos, y su primera amenaza fue decirme que me mandaría a buscar todas las noches a esa hora para interrogarme. Le dije que no me importaba, ya que cuando regresara podía dormir lo que quisiera, mientras él tenía unas ojeras visibles de no dormir. También le dije algo que le molestó mucho: “tendrás que estar por las noches reprimiéndome, mientras tu mujer está sola en tu casa, y terminará por engañarte”. Se puso tan molesto que no lo olvidó. Casi dos meses después me dijo que él confiaba en su esposa. Los interrogatorios fueron casi a diario y a cualquier hora, pero las madrugadas, evidentemente las cogió para estar en su casa.
Villa Marista es como una escuela superior para opositores. Quien no haya pasado por ella no conoce bien la represión. Es el lugar más difícil. Incluso, peor que la cárcel. Está diseñada para acabar física y psicológicamente con la gente. Un aparato represivo estudiado en escuelas de los países ex comunistas de Europa del Este. Los oficiales instructores de la Seguridad del Estado son psicólogos, psiquiátras, abogados o sociólogos. En aquel momento, casi todos habían estudiado en Alemania ex comunista o la antigua Unión Soviética.
Las celdas están preparadas para el desgaste de tu persona. Lámparas de luz fría de 40 walts que se mantienen encendida las 24 horas del día acaban con tu visión. Las paredes pintadas de blanco hacen más potente la claridad del lugar, lo que evita puedas dormir bien. El calor es insoportable, y el ruido de las rejas y los gritos del los guardias sacando detenidos, es constante. Algo que deteriora poco a poco la vida de quien padece ese encierro.
84 días en esas condiciones dieron como resultado una impresionante baja de peso, que parecía salida de un campo de concentración. El color de la piel era entre blanco y ceniza, debido a la total falta de sol. En dos ocasiones solamente me sacaron a tomar sol por un reducido tiempo, y eso aplica para todos los detenidos que allí se encuentran.
Las requisas semanales a las celdas eran parte también del sistema represivo que existía en Villa Marista. Nos sacaban al pasillo y nos ponían contra la pared con las manos detrás. Los guardias entraban a la celda y requisaban hasta las paredes, absolutamente todo. Yo, impaciente y aburrida a la vez, miraba a las cámaras de circuito cerrado que estaban instaladas en el pasillo y les sacaba la lengua. Disfrutaba de solo saber que estaban monitoreando mi burla, aunque nunca me lo dijeron. Un día de esos un oficial salió de mi celda asombrado por haber encontrado un libro. Se trataba del “Epílogo de Nuremberg” hecho por los comunistas, sobre el juicio realizado a los nazis después de terminada la segunda guerra mundial. Me preguntaba qué de dónde lo había sacado. Su ignorancia me molestó tanto que le dije: “Ese libro es hecho por ustedes los comunistas”. “¿No lo sabías?”. Era evidente que a ése no lo enviaron a estudiar a ninguna parte.
Día tras día era lo mismo. Un llamado desayuno compuesto por jugo de toronja que casi te perforaba el estómago. Un llamado almuerzo basado en picadillo de soya color verde con un olor tan desagradable –además del sabor- que era persistente e inolvidable. Y, por supuesto, una llamada comida que no se diferenciaba del almuerzo. La hora en que servían estos “manjares” podían casi juntarse o demorarse, según ellos decidieran.
Estar en Villa era como estar en Marte. Siempre me pregunté dónde me encontraba cuando el huracán Andrews arrasó con parte de Miami, ya que no retengo en mi mente nada que me lo haga recordar. Y es que, claro, estaba en un lugar donde no te enteras de que el mundo se acaba porque la información es totalmente cerrada.
En Villa Marista aprendí lo que era ser realmente opositora. Aprendí que el miedo no existe cuando estás dispuesta a lo que venga. Cuando sabes que te espera una prisión, sabe Dios por cuanto tiempo. Cuando aprendes a esperar y a esperar superando la monotonía entre cuatro paredes. Cuando sabes que ya no serás persona jamás en un sistema que te oprime y reprime hasta la saciedad. Cuando ya no hay nada que puedan hacer para tratar de doblegarte.
Y a pesar de las difíciles condiciones y de todo lo que puedes pasar en ese lugar, creo que salí fortalecida ideológicamente. Allí me gradué de algo que, quizás, no se estudie. Empecé a entender cosas que posiblemente nadie hubiera podido explicarme. Comprendí que la causa por la que me había comprometido tanto, no era menos que cualquier lucha en el mundo, y sobre todo, que valía la pena.
A partir de ahí supe entonces lo que quería de verdad. A partir de ahí empezó verdaderamente mi lucha que no terminará hasta tanto Cuba sea libre. Es mi camino aún por recorrer. Es mi suerte echada. Es mi obsesión… Es, simplemente, mi vida.
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