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Messaggio Da arcoiris Dom 2 Giu 2013 - 12:19

Un recorrido de Nueva York a Miami, a Boston y Los Ángeles, siempre cerca de Cuba.

En mi infancia cubana, durante los horrendos años 70 de escasez y cerrazón, los Estados Unidos eran un espacio mítico. Eran lo desconocido, el afuera, lo otro, la libertad, la ilusión: un espejismo de esperanza en medio de la enfermedad esterilizante del socialismo real. En mi imaginación infantil, acaso porque los mapas importados desde Europa del Este así lo pintaban, los Estados Unidos eran de color gris. Y ese gris frío contrastaba maravillosamente contra el rojo de rabia de las pancartas políticas de mi país, propaganda perversa que aún hoy invade las aulas de Cuba, sin que los padres puedan evitar (ni siquiera quejarse) de semejante manipulación de la mente de sus propios hijos.

En los mitos, como en la tierra prometida, pocas veces sus visionarios consiguen vivir. Yo he tenido suerte: escribo estas líneas en la madrugada muda de Manhattan, desde donde estoy hace ya tres meses recorriendo de costa a costa múltiples universidades, así como instituciones de la cultura, el gobierno y la prensa de este continental país.

No tengo familia en EEUU. Llegué muy solo, directo desde mi barrio eterno de Lawton a la capital Washington DC. En el aeropuerto de La Habana me retiraron los documentos durante una hora sin explicarme por qué: querían ver mi reacción según se acercaba la hora del despegue y yo permanecía abandonado en un escalofriante salón. En definitiva, jugaban conmigo como la fiera felina que azoca a su última presa antes de devorarla. El objetivo tal vez era que mi último recuerdo de la Isla fuese una experiencia de amargura a punto del asco. Casi lo lograron, pero no: mi última memoria de Cuba es una visión piadosa para un pueblo atrapado en esa lógica beligerante, sean víctimas o verdugos.

Tan pronto llegué, estuve en el congreso Tech@State, donde se expusieron las posibilidades redentoras de los nuevos medios digitales y las redes sociales, pero también las tiranías tecnológicas que los Estados autoritarios emplean para asfixiar la libertad de expresión. De esta manera, desde un inicio entendí en toda su magnitud cómo la experiencia represiva cubana es común incluso en países con democracia. La lucha por los derechos fundamentales no termina cuando cae una dictadura, sino que es permanente contra los despotismos de control que se intentan desde cualquier poder.

Entonces apareció conmigo en The New School of New York la bloguera Yoani Sánchez (Generación Y). Junto a ella debatimos a teatro lleno sobre el futuro libre de Cuba y la formación cívica de nuestra ciudadanía, hoy tan ignorante en términos de derecho y tan intolerante en la convivencia social. Recibimos incluso "actos de repudio", por un grupito de norteamericanos que nos escoltó por la Gran Manzana como si fueran nuestros guardaespaldas. También sufrimos la grosería anti-cubana del gobierno cubano, que con una Nota de Protesta oficial nos impidió debatir en un salón de las Naciones Unidas, y tuvimos que improvisar la conferencia de prensa en un pasillo de oficinas donde cupo muy poco público.

Junto a Yoani Sánchez fui recibido tanto por senadores como por la Casa Blanca. Yo alucinaba de ver los rostros de alto nivel que antes solo conocía en pantalla. La transparencia de las instituciones de gobierno en Washington DC es impactante, lo mismo que sus espacios monumentales. Yo esperaba en mi subconsciente ver tropas de élite armadas en el "corazón del poder", pero lo que vi fue un ejército de alumnos que traspasaban riendo las barreras de seguridad, para tener desde temprano una idea de quiénes y con qué mecanismos dirigen en su país. Ningún policía, por ejemplo, me ha pedido todavía identificación en plena calle, como es habitual en Cuba sin que medie razón alguna: los represores allá se aburren y molestar a los transeúntes es la fuente impune de su autoridad. Eso se llama barbarie.

Poco después de que Yoani Sánchez saliera de Estados Unidos, ingresó Rosa María Payá, la joven hija del mártir fundador del Movimiento Cristiano Liberación y Premio Sajarov del Parlamento europeo: Oswaldo Payá Sardiñas (1952-2012), fallecido de manera violenta en circunstancias sin aclarar, mientras que el gobierno cubano lanzaba la hipótesis de un “accidente de tránsito”, que luego los testigos sobrevivientes desmintieron tan pronto como fueron deportados de Cuba hacia sus naciones de origen.

Con Rosa María Payá fue Miami la ciudad que habitamos. Un Miami a cada minuto más misericordioso con quienes los torturaron en Cuba y expulsaron al exilio. Un Miami comercial, cosmopolita, donde se infiltran tantos espías que llegan a cometer crímenes y, sin embargo, un Miami cada vez menos crispado pero sin olvido para su digno dolor. Un Miami donde, además, se conserva con cariño el 101% de la cultura cubana, de suerte que más temprano que tarde pueda ser restaurada en el alma desierta (y desertada) de nuestra Isla en las manos materialistas de un clan octogenario.

Allí ocupamos, juntos o por separado, los principales canales de radio y televisión, hablando cada cual su pedacito de la verdad para una audiencia de acaso millones no solo en Estados Unidos, sino en gran parte de América. Allí la vi regresar a Cuba un amanecer extrañamente gélido y sentí que, con apenas 45 minutos de vuelo, yo también debería ya estar allá, en la tierra que añoro y de la que no me quiero alejar, pero donde existen hombres dispuestos a lo peor con tal de que ningún demócrata llegue a un futuro de libertad, como nunca llegarán Orlando Zapata Tamayo, Juan Wilfredo Soto, Wilman Villar, Laura Pollán y Oswaldo Payá.

En EEUU he dado lecturas sobre la blogosfera cubana en universidades de Pittsburgh, Princeton, Providence, Boston, Los Ángeles, New Jersey, La Crosse, Madison, Durham, y otras ciudades. En todos los campus he sido tratado con respeto por el claustro de profesores y por el alumnado, llenos de preguntas a veces tan ingenuas que los convierten en vulnerables ante la retórica de un régimen experto en narrar el mundo a su imagen y conveniencia. He visto a los segurosos cubanos disfrazados de diplomáticos y de académicos, como en el evento LASA 2013, donde dictatorialmente es La Habana quien impone su mediocre monólogo. He encontrado familias exiliadas en todos los rincones de Norteamérica, cada cual imaginando una nación perdida a la que tal vez muy pocos retornarán, ni ahora ni nunca, pero cuyo bienestar les preocupa a diario y por el cual quisieran aportar lo mejor de sí. Es una patria diaspórica conmovedora: una patria íntima irrenunciable donde el castrismo es una pesadilla de la que ya despertaron para poner a salvo a la siguiente generación, para que el daño antropológico no se nos haga congénito.

He amado más a Cuba bajo la nieve y en un bosquecillo de árboles tan bellos como innombrables. He extrañado a mis perros y gatos. A cambio, he intentado ilegalmente alimentar a más de una ardilla, pero son salvajes y por suerte no confían en mí: no me reconocen como Orlando Luis (yo tampoco). Telefoneo a mi madre de 77 años casi a diario, gracias al sistema de Cuballama que el gobierno cubano intenta boicotear, pues pone en crisis sus precios de monopolio. Ella está feliz de que yo no siga dentro de la caldera post-comunista, pero suena muy preocupada por lo que un poder perverso me pueda hacer. Y no se trata de la "larga mano" de la Seguridad del Estado: la Seguridad del Estado está radicada desde hace décadas aquí (la decencia de la democracia la hace frágil ante los descarados). Mi madre María es de la generación del miedo, pero tiene toda la razón en temerle a los coletazos de la bestia moribunda del establishment estatal. Por eso siempre se despide diciéndome: "Landy, tú no hables nada". Y yo arrastro la culpa de jamás complacerla, porque su hijo único no para de hablar y hablar: palabras encarnadas en mi garganta que provienen de ti y de ti, y tú lo sabes, ¿verdad?

No quiero dejar de respirar en los Estados Unidos. El aire es transparente como la medianoche en sus latitudes más altas (ni siquiera he estornudado). Aquí vi por primera vez la nieve y me pareció tibia. Aquí sentí la vacuidad de las piezas milenarias y clásicas del Museo Metropolitano, por ejemplo, tantas veces vistas en reproducciones de libros, y asumí que en la tramoya de Hollywood es donde se exhiben los originales: el oropel como flujo de deseo y medida de la verdad. Aquí he sido célibe más que célebre, porque es en EE UU donde espero que me reconozcan (en una tardenoche póstuma de otoño: perdonen la pésima poesía del Cono Sur) los ojazos digitales de mi intangible amor.

Además, deseo visitar dos destinos límites: Puerto Rico y Alaska. En muchos sentidos, Cuba vibra completa aquí: la que queda en la Isla podría interpretarse como una imitación secuestrada. No la necesitamos. No nos falta nada a los cubanos en este universo de oportunidades que se llama Estados Unidos, donde todo queda al alcance de un clic y de nuestra capacidad de ser autosuficientes y personas de bien. Al Archipiélago Cubag podemos dejarlo en paz en manos de una soldadesca incivil que puede que ya esté en mayoría, junto a los corruptos y marginales: el tejido de la nación habrá que zurcirlo desde cero, desde lo desconocido, desde el afuera, desde lo otro, desde la libertad, desde la ilusión, desde un espejismo de esperanza de este lado del Malecón.

De ahí que a veces fantasee con la idea de fundar un nuevo territorio, una reserva natural de felicidad, una micro-nación que podría terminar siendo potencia económica y ejemplo de respeto al prójimo y al entorno natural. Un pedacito de tierra comprado al Estado de California, por ejemplo, donde apenas habría que imponer la Ley porque nadie concebiría dañar a nadie. Un refugio planetario con valores humanos, donde ningún poder mutile nuestra espiritualidad ni humille nuestras biografías, estén o no inspiradas en algún dios. Un país no "con todos y para el bien de todos" (esa demagogia martiana donde no cabe nadie, y que arrastramos de la República a la Revolución a la Contrarrevolución), sino "con cada quien y desde el Bien de cada quien", porque no somos masa sino personas que nacimos y vamos a morir de manera individual, preferiblemente privada. Una Cuba sin caudillos que no tiene por qué esperar hasta el fin del castrismo para ser su antípoda hasta en lo geográfico.

Patria no es Humanidad. Patria es comportarse aquí y ahora con humanidad.

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