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Los pueblos de la Sierra Maestra
Asere Que Bola - A Cuba, esa loca y maravillosa isla :: Provincie :: L'Avana e province cubane :: Granma e Bayamo
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Los pueblos de la Sierra Maestra
http://oncubamagazine.com/sociedad/los-pueblos-de-la-sierra-maestra-parte-i/
El caserío, (Santo Domingo)
enclavado en la entrepierna de la montaña,
apenas se eleva a 250 metros sobre el nivel del mar
Cuando el viejo Kamaz se envalentonó en la bajada, hasta el más osado se apresuró a agarrarse. Desde la baranda derecha de la caja del camión, se veía cómo la goma coqueteaba a menos de un metro del abismo. El pavimento parecía una inmensa montaña rusa. Antes, en el tramo horizontal, el vehículo se había detenido. Montó un hombre con un cochinito vivo, una mujer sesentona se encaramó por la rueda, una muchacha le alcanzó su niño de brazos a un joven antes de treparse. En algunos tramos, las barandas del camino se veían deshechas. ¿Accidentes?, le pregunté a la señora que se había subido hacía unos minutos. Por ahí se cayó hace dos semanas un carro de turistas, dijo con cierta displicencia. Nos desplazábamos por la carretera de Bartolomé Masó hacia La Plata, en Granma, provincia suroriental de Cuba.
Aunque los lugareños recorren con frecuencia esta ruta, aún se les notaba el resquemor por los desvíos quebradizos. Para el resto de los pasajeros —26 jóvenes martianos del occidente y centro de la isla—, apenas comenzaban las emociones del ascenso al Pico Turquino.
***
“Bienvenido a Santo Domingo”, se leía en el cartel. El caserío, enclavado en la entrepierna de la montaña, apenas se eleva a 250 metros sobre el nivel del mar. Una bodega y la casita del médico le insuflaban cierta vida a la calle principal. Entiéndase “calle principal”, la única, como una vía de doble circulación que se prolonga durante menos de 200 m, desde la entrada del asentamiento hasta la garita del Parque Nacional Turquino, y por donde solo circulan el camión que semanalmente enlaza la comunidad con la cabecera municipal de Bartolomé Masó, los automóviles rentados por turistas, algún vehículo de la empresa de Flora y Fauna, y el transporte del Campamento de Pioneros o de los estudiantes internados en otros pueblos.
"Aunque los lugareños recorren con frecuencia esta ruta, aún se les notaba el resquemor por los desvíos quebradizos" / Foto: Cortesía del autor
“Aunque los lugareños recorren con frecuencia esta ruta, aún se les notaba el resquemor por los desvíos quebradizos” / Foto: Cortesía del autor
Por la conversación con un pasajero que se subió en Providencia, conozco que la mayoría de la gente subsiste del sembrado, especialmente de café. También que la villa turística de Santo Domingo, asentada a algunos minutos del pueblo y a orillas del río Yara, ofrece oportunidades de trabajo y hasta remuneración en divisa. “La gente vive de lo que recoge en la tierra, del ´machito´ (cerdo) que cría, o de lo que puede negociar por ahí”, aclara.
Medio kilómetro antes de la llegada, el cochinito que habían subido al viejo Kamaz se orinó. El líquido jugaba a empapar nuestros bultos según la inclinación de la carretera. Ya habíamos visto tres o cuatro veces el concreto machucado de las barandas, cuando la señora sesentona decidió volver a hablar con su tono seco y su piel tostada. Ahora sí viene la curva peligrosa, dijo. La muchacha, de pelo lacio oscuro y ropa desgastada, apretujó con una mano a su niño contra el pecho, mientras con la otra sostenía una jaba de saco de 50 centímetros, otro bulto de tela más pequeño, y también el equilibrio de su anatomía sujetada de la baranda. Descendimos a más de 70 km/h…
***
Una vez instalados en el Campamento de Pioneros —que generosamente nos ofreció hospedaje—, vimos cómo la gente se reunía en el descampado. Formaban una línea paralela al trillo marcado por los cascos de caballo. En el extremo más distante, esperaba un jinete que sujetaba un clavo con una cinta en la mano derecha; en el más cercano, alzaban una soga con un anillo en el medio. Al convenirse la arrancada, el animal galopaba estremeciendo el suelo. Si se ensartaban el clavo y la argolla, vitoreaban al hombre como a un héroe; si fallaba, los choteos y las burlas no se hacían esperar y enseguida otro se colocaba en la línea de salida.
Las matas cargadas de mango aromaban el espacio. Las puercas merodeaban jíbaras seguidas por sus crías. Eran negras y con poco pelo. Chirriaban cuando nos acercábamos traviesos.
La casita de las duchas quedaba entre árboles a 20 metros del dormitorio. Me encaminé a bañarme sobre la medianoche. Los pasos crujían en el piso de madera del albergue, desentonando con la apacible polifonía de los insectos y anfibios circundantes. Sin linterna, ni siquiera me veía la punta de los pies en el sendero. Hacía más de 24 horas que mi piel no tocaba el agua ni se cambiaba las ropas. Los polvos de La Habana y el tren se habían mezclado con el sudor de Bayamo, con el viento del camión y con el olor a humo de la leña en la cocina.
Cuando el agua fría me cayó sobre la espalda y la nuca, se fueron por el tragante toneladas de cansancio. Los cocuyos revoloteaban alrededor de mi desnudez. Tuve que azorar a alguno que se posó sobre el jabón mojado. Al otro día, había que levantarse antes de las seis de la mañana para emprender la marcha. Hacía muchas horas que los habitantes de Santo Domingo se habían ido a la cama. Mañana, nosotros dormiríamos entre nubes
El caserío, (Santo Domingo)
enclavado en la entrepierna de la montaña,
apenas se eleva a 250 metros sobre el nivel del mar
Cuando el viejo Kamaz se envalentonó en la bajada, hasta el más osado se apresuró a agarrarse. Desde la baranda derecha de la caja del camión, se veía cómo la goma coqueteaba a menos de un metro del abismo. El pavimento parecía una inmensa montaña rusa. Antes, en el tramo horizontal, el vehículo se había detenido. Montó un hombre con un cochinito vivo, una mujer sesentona se encaramó por la rueda, una muchacha le alcanzó su niño de brazos a un joven antes de treparse. En algunos tramos, las barandas del camino se veían deshechas. ¿Accidentes?, le pregunté a la señora que se había subido hacía unos minutos. Por ahí se cayó hace dos semanas un carro de turistas, dijo con cierta displicencia. Nos desplazábamos por la carretera de Bartolomé Masó hacia La Plata, en Granma, provincia suroriental de Cuba.
Aunque los lugareños recorren con frecuencia esta ruta, aún se les notaba el resquemor por los desvíos quebradizos. Para el resto de los pasajeros —26 jóvenes martianos del occidente y centro de la isla—, apenas comenzaban las emociones del ascenso al Pico Turquino.
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“Bienvenido a Santo Domingo”, se leía en el cartel. El caserío, enclavado en la entrepierna de la montaña, apenas se eleva a 250 metros sobre el nivel del mar. Una bodega y la casita del médico le insuflaban cierta vida a la calle principal. Entiéndase “calle principal”, la única, como una vía de doble circulación que se prolonga durante menos de 200 m, desde la entrada del asentamiento hasta la garita del Parque Nacional Turquino, y por donde solo circulan el camión que semanalmente enlaza la comunidad con la cabecera municipal de Bartolomé Masó, los automóviles rentados por turistas, algún vehículo de la empresa de Flora y Fauna, y el transporte del Campamento de Pioneros o de los estudiantes internados en otros pueblos.
"Aunque los lugareños recorren con frecuencia esta ruta, aún se les notaba el resquemor por los desvíos quebradizos" / Foto: Cortesía del autor
“Aunque los lugareños recorren con frecuencia esta ruta, aún se les notaba el resquemor por los desvíos quebradizos” / Foto: Cortesía del autor
Por la conversación con un pasajero que se subió en Providencia, conozco que la mayoría de la gente subsiste del sembrado, especialmente de café. También que la villa turística de Santo Domingo, asentada a algunos minutos del pueblo y a orillas del río Yara, ofrece oportunidades de trabajo y hasta remuneración en divisa. “La gente vive de lo que recoge en la tierra, del ´machito´ (cerdo) que cría, o de lo que puede negociar por ahí”, aclara.
Medio kilómetro antes de la llegada, el cochinito que habían subido al viejo Kamaz se orinó. El líquido jugaba a empapar nuestros bultos según la inclinación de la carretera. Ya habíamos visto tres o cuatro veces el concreto machucado de las barandas, cuando la señora sesentona decidió volver a hablar con su tono seco y su piel tostada. Ahora sí viene la curva peligrosa, dijo. La muchacha, de pelo lacio oscuro y ropa desgastada, apretujó con una mano a su niño contra el pecho, mientras con la otra sostenía una jaba de saco de 50 centímetros, otro bulto de tela más pequeño, y también el equilibrio de su anatomía sujetada de la baranda. Descendimos a más de 70 km/h…
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Una vez instalados en el Campamento de Pioneros —que generosamente nos ofreció hospedaje—, vimos cómo la gente se reunía en el descampado. Formaban una línea paralela al trillo marcado por los cascos de caballo. En el extremo más distante, esperaba un jinete que sujetaba un clavo con una cinta en la mano derecha; en el más cercano, alzaban una soga con un anillo en el medio. Al convenirse la arrancada, el animal galopaba estremeciendo el suelo. Si se ensartaban el clavo y la argolla, vitoreaban al hombre como a un héroe; si fallaba, los choteos y las burlas no se hacían esperar y enseguida otro se colocaba en la línea de salida.
Las matas cargadas de mango aromaban el espacio. Las puercas merodeaban jíbaras seguidas por sus crías. Eran negras y con poco pelo. Chirriaban cuando nos acercábamos traviesos.
La casita de las duchas quedaba entre árboles a 20 metros del dormitorio. Me encaminé a bañarme sobre la medianoche. Los pasos crujían en el piso de madera del albergue, desentonando con la apacible polifonía de los insectos y anfibios circundantes. Sin linterna, ni siquiera me veía la punta de los pies en el sendero. Hacía más de 24 horas que mi piel no tocaba el agua ni se cambiaba las ropas. Los polvos de La Habana y el tren se habían mezclado con el sudor de Bayamo, con el viento del camión y con el olor a humo de la leña en la cocina.
Cuando el agua fría me cayó sobre la espalda y la nuca, se fueron por el tragante toneladas de cansancio. Los cocuyos revoloteaban alrededor de mi desnudez. Tuve que azorar a alguno que se posó sobre el jabón mojado. Al otro día, había que levantarse antes de las seis de la mañana para emprender la marcha. Hacía muchas horas que los habitantes de Santo Domingo se habían ido a la cama. Mañana, nosotros dormiríamos entre nubes
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Carattere : el VIEJO puttaniere
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Re: Los pueblos de la Sierra Maestra
http://oncubamagazine.com/sociedad/los-pueblos-de-montana-parte-final/
Aguada del Joaquín.
Sierra Maestra. 1364 metros sobre el nivel del mar.
Desde su altura, los poblados del llano parecen en la noche constelaciones de estrellas. ¿Y esa ciudad tan grande que se ve allá abajo?, mira cómo se extiende por toda la planicie. ¿Será Santiago? ¿Bayamo? No es una ciudad, contesta Gilberto Ramírez, son los pueblos que a la distancia parecen estar juntos. Aquello es Veguitas, más hacia acá Buey Arriba, aquello otro, Bartolomé Masó; ahí vivo yo.
Gilberto, trabajador de la empresa de Flora y Fauna, permanece durante 15 días en la montaña. Él se encarga del campamento con capacidad para 20 personas, aunque habitualmente cobija a más. Por esta zona no hay otro lugar donde quedarse, asegura, afuera de las cabañas, el frío te pela en la madrugada. Aquí se duerme con las nubes.
El sitio, enclavado en el firme del Pico Joaquín y a solo 5 kilómetros del Pico Real del Turquino, debe su nombre a un manantial que brota en las cercanías. El camino de 200 metros que conduce hasta él, desciende entre montes de helechos. Cuando al fin se llega, aparecen dos estanques: uno pequeño, para el agua de beber —la única potable de “fácil” acceso—; y otro más grande, para bañarse o lavar.
A esta altura, el sol no calienta, y la humedad hace sentir siempre la ropa mojada. La temperatura permanece fresca, y bañarse en el arroyo puede resultar un suplicio. Gracias a este clima, germina la fresa silvestre. Son pequeñísimas y ácidas. La electricidad proviene del panel solar que instalaron hace tiempo. Alcanza para unos pocos bombillos, además del radio y el televisor de la cabaña de Gilberto.
Cada día descansan en la Aguada del Joaquín los grupos que ascienden al Pico Real del Turquino, la mayor elevación de Cuba (1974 msnm). Para llegar aquí, deben recorrerse los 5 km de la carretera de Santo Domingo al Alto del Naranjo (950 msnm), y luego, 8 km más entre los riscos y el espesor de las montañas. Llegar no es tarea fácil; mucho menos descender, sobre todo si se carga con el peso de una persona en los hombros…
***
Oscar Mendoza vive de caminar. Tiene 41 años y el acento noble y jocoso del guajiro cubano. Hace una década trabaja como guía del sendero que conduce al Turquino. Sentado en un taburete, embobece al auditorio de jóvenes que escucha sus historias.
“De lo mal que estaba, creí que se moría”, relata mientras dibuja las palabras con las manos. “Estoy sangrando, nos avisó la muchacha, y otro compañero y yo montamos una parihuela para bajarla hasta Santo Domingo, donde está la posta médica. Esa tarde había llovido, y las botas se nos hundían hasta los tobillos en el camino enfangado. Ya anochecía cuando partimos”, recuerda.
El salario de Óscar es de 315 pesos en moneda nacional. Realiza el recorrido completo desde la base de la montaña hasta la cumbre dos o tres veces por semana, a veces más. Depende de la afluencia de público. Son 18 km el ascenso. Igual cantidad la bajada. En los días de descanso, atiende una parcela de tierra donada por su suegro. A pesar de la severidad de la vida, el guía muestra un carácter jovial y atento. Le fascina narrar anécdotas.
“Por la radio, avisamos a la posta de salud la situación de la muchacha”, continúa. “El doctor emprendió la subida. Nos cruzaríamos en algún punto del recorrido. Ella ni decía una palabra, solo se apretaba el vientre y se quejaba. Pasamos por el Teatro de las Nubes, por el Pico Lima, bajamos las escaleras de madera verticales, y pensamos desviarnos hacia La Platica, pero decidimos no perder más tiempo y encontrarnos con el médico”.
La Platica es una asentamiento de menos de 100 habitantes, ubicado a un kilómetro del Alto del Naranjo. Rodeada de montañas, se ubica sobre una meseta a 1000 msnm. Todas las casas son de madera, y ostentan la categoría de Comunidad Ecológica. Un poco más adelante, desprendiéndose del sendero del Turquino, se halla el conocido Camino de las mulas, que conduce a otros pueblos más intrincados. La producción y el comercio del café son las principales actividades económicas, pero sin medios para transportarlo, no se obtienen muchas ganancias. Aquí se cotiza un arria de mulas hasta en 7 mil pesos, según comentan algunos vecinos.
“Cuando por fin nos encontramos con el médico, la paciente no se dejó consultar bien; solo le revisaron los signos vitales y continuamos el descenso”, cuenta Óscar Mendoza con una sonrisa pícara. “Caminamos más de 4 horas hasta Santo Domingo, donde la podían atender mejor. Y puede creer usted, que apenas llegamos a la llanura, ¡la muchacha se paró y se mandó a correr como si nada! Qué clase de engaño nos dio, todo para que la bajáramos cargada. Esa no fue la primera vez, pero sí la última, porque decidimos que a partir de entonces, los acompañantes del grupo tenían que encargase si alguien se enfermaba. Luego estuve como cinco días con el hombro hinchado”, se queja mientras mantiene el equilibrio sobre su taburete.
***
En Cuba, cerca de 700 mil personas viven en los pueblos de montaña. De ellas, el 80 % habitan en la región oriental de la isla. Gilberto, Óscar, el médico de Santo Domingo, la señora sesentona que se subió al camión en la carretera de La Plata, la muchacha con el niño de brazos y los paquetes, el señor del cochinito que nos orinó los bultos, los hombres que jugaban a ensartar la argolla trotando a caballo, son los habitantes comunes de la serranía. Todos con sus tragedias cotidianas, buscan la sobrevivencia en el entorno bello, pero hostil a veces, de la naturaleza.
En la vía que sube desde Santo Domingo al Alto del Naranjo, cruzan cada cierto trecho una manada de carneros. Los animales se desplazan con una facilidad solamente superada por los automóviles de turismo, que en escasos 20 minutos cubren la ruta de cinco kilómetros. La tarifa cuesta 10 CUC, y la capacidad por cada viaje es de 5 pasajeros. La libra de carnero vale menos de 15 pesos. Y yo no pude dejar de preguntarle a un montañés: ¿cuántos carneros tendrías que vender si quisieras un domingo, digamos, subir con toda tu familia hasta el Mirador de la Sierra, sentado cómodamente en un vehículo climatizado, en vez de cocinarte dos horas andando en la montaña? Y él me respondió sencillamente: “Ninguno, porque desde la ventana de mi casa, puedo ver gratis el mismo paisaje”.
Sierra Maestra.
A la izquierda el Pico Suecia;
a la derecha, el Pico Real del Turquino
Aguada del Joaquín.
Sierra Maestra. 1364 metros sobre el nivel del mar.
Desde su altura, los poblados del llano parecen en la noche constelaciones de estrellas. ¿Y esa ciudad tan grande que se ve allá abajo?, mira cómo se extiende por toda la planicie. ¿Será Santiago? ¿Bayamo? No es una ciudad, contesta Gilberto Ramírez, son los pueblos que a la distancia parecen estar juntos. Aquello es Veguitas, más hacia acá Buey Arriba, aquello otro, Bartolomé Masó; ahí vivo yo.
Gilberto, trabajador de la empresa de Flora y Fauna, permanece durante 15 días en la montaña. Él se encarga del campamento con capacidad para 20 personas, aunque habitualmente cobija a más. Por esta zona no hay otro lugar donde quedarse, asegura, afuera de las cabañas, el frío te pela en la madrugada. Aquí se duerme con las nubes.
El sitio, enclavado en el firme del Pico Joaquín y a solo 5 kilómetros del Pico Real del Turquino, debe su nombre a un manantial que brota en las cercanías. El camino de 200 metros que conduce hasta él, desciende entre montes de helechos. Cuando al fin se llega, aparecen dos estanques: uno pequeño, para el agua de beber —la única potable de “fácil” acceso—; y otro más grande, para bañarse o lavar.
A esta altura, el sol no calienta, y la humedad hace sentir siempre la ropa mojada. La temperatura permanece fresca, y bañarse en el arroyo puede resultar un suplicio. Gracias a este clima, germina la fresa silvestre. Son pequeñísimas y ácidas. La electricidad proviene del panel solar que instalaron hace tiempo. Alcanza para unos pocos bombillos, además del radio y el televisor de la cabaña de Gilberto.
Cada día descansan en la Aguada del Joaquín los grupos que ascienden al Pico Real del Turquino, la mayor elevación de Cuba (1974 msnm). Para llegar aquí, deben recorrerse los 5 km de la carretera de Santo Domingo al Alto del Naranjo (950 msnm), y luego, 8 km más entre los riscos y el espesor de las montañas. Llegar no es tarea fácil; mucho menos descender, sobre todo si se carga con el peso de una persona en los hombros…
***
Oscar Mendoza vive de caminar. Tiene 41 años y el acento noble y jocoso del guajiro cubano. Hace una década trabaja como guía del sendero que conduce al Turquino. Sentado en un taburete, embobece al auditorio de jóvenes que escucha sus historias.
“De lo mal que estaba, creí que se moría”, relata mientras dibuja las palabras con las manos. “Estoy sangrando, nos avisó la muchacha, y otro compañero y yo montamos una parihuela para bajarla hasta Santo Domingo, donde está la posta médica. Esa tarde había llovido, y las botas se nos hundían hasta los tobillos en el camino enfangado. Ya anochecía cuando partimos”, recuerda.
El salario de Óscar es de 315 pesos en moneda nacional. Realiza el recorrido completo desde la base de la montaña hasta la cumbre dos o tres veces por semana, a veces más. Depende de la afluencia de público. Son 18 km el ascenso. Igual cantidad la bajada. En los días de descanso, atiende una parcela de tierra donada por su suegro. A pesar de la severidad de la vida, el guía muestra un carácter jovial y atento. Le fascina narrar anécdotas.
“Por la radio, avisamos a la posta de salud la situación de la muchacha”, continúa. “El doctor emprendió la subida. Nos cruzaríamos en algún punto del recorrido. Ella ni decía una palabra, solo se apretaba el vientre y se quejaba. Pasamos por el Teatro de las Nubes, por el Pico Lima, bajamos las escaleras de madera verticales, y pensamos desviarnos hacia La Platica, pero decidimos no perder más tiempo y encontrarnos con el médico”.
La Platica es una asentamiento de menos de 100 habitantes, ubicado a un kilómetro del Alto del Naranjo. Rodeada de montañas, se ubica sobre una meseta a 1000 msnm. Todas las casas son de madera, y ostentan la categoría de Comunidad Ecológica. Un poco más adelante, desprendiéndose del sendero del Turquino, se halla el conocido Camino de las mulas, que conduce a otros pueblos más intrincados. La producción y el comercio del café son las principales actividades económicas, pero sin medios para transportarlo, no se obtienen muchas ganancias. Aquí se cotiza un arria de mulas hasta en 7 mil pesos, según comentan algunos vecinos.
“Cuando por fin nos encontramos con el médico, la paciente no se dejó consultar bien; solo le revisaron los signos vitales y continuamos el descenso”, cuenta Óscar Mendoza con una sonrisa pícara. “Caminamos más de 4 horas hasta Santo Domingo, donde la podían atender mejor. Y puede creer usted, que apenas llegamos a la llanura, ¡la muchacha se paró y se mandó a correr como si nada! Qué clase de engaño nos dio, todo para que la bajáramos cargada. Esa no fue la primera vez, pero sí la última, porque decidimos que a partir de entonces, los acompañantes del grupo tenían que encargase si alguien se enfermaba. Luego estuve como cinco días con el hombro hinchado”, se queja mientras mantiene el equilibrio sobre su taburete.
***
En Cuba, cerca de 700 mil personas viven en los pueblos de montaña. De ellas, el 80 % habitan en la región oriental de la isla. Gilberto, Óscar, el médico de Santo Domingo, la señora sesentona que se subió al camión en la carretera de La Plata, la muchacha con el niño de brazos y los paquetes, el señor del cochinito que nos orinó los bultos, los hombres que jugaban a ensartar la argolla trotando a caballo, son los habitantes comunes de la serranía. Todos con sus tragedias cotidianas, buscan la sobrevivencia en el entorno bello, pero hostil a veces, de la naturaleza.
En la vía que sube desde Santo Domingo al Alto del Naranjo, cruzan cada cierto trecho una manada de carneros. Los animales se desplazan con una facilidad solamente superada por los automóviles de turismo, que en escasos 20 minutos cubren la ruta de cinco kilómetros. La tarifa cuesta 10 CUC, y la capacidad por cada viaje es de 5 pasajeros. La libra de carnero vale menos de 15 pesos. Y yo no pude dejar de preguntarle a un montañés: ¿cuántos carneros tendrías que vender si quisieras un domingo, digamos, subir con toda tu familia hasta el Mirador de la Sierra, sentado cómodamente en un vehículo climatizado, en vez de cocinarte dos horas andando en la montaña? Y él me respondió sencillamente: “Ninguno, porque desde la ventana de mi casa, puedo ver gratis el mismo paisaje”.
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A la izquierda el Pico Suecia;
a la derecha, el Pico Real del Turquino
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