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Embargo (una historia real)
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Embargo (una historia real)
No sé ni como empezar esta historia. Y peor aún, no sé como acabará esta locura que ya se nos ha ido de las manos a todos. No me mal interpreten, no soy de los que van quejándose de su mala suerte, pero por más que te alejes de aquella isla y trates de integrarte llevas contigo todas las desgracias, las tuyas y las de tu pueblo.
Trataré…
Entré por primera vez al banco una mañana de invierno. Había decidido abrir una cuenta, llevaba mi nómina y la inmensa alegría de tener un empleo apenas tres meses después de llegar a este país. Por casualidad mi esposa había decidido acompañarme al centro, para una vez terminado el trámite que debía durar no más de 20 minutos, ir a hacer las compras de la semana. Una señorita muy elegante anunció mi nombre en el vestíbulo y el eco de mis eñes al rebotar con las paredes hechas de granito y lujo me pareció divino. La seguí y mi esposa se arrellanó en su butaca, tomo una revista y se concentró en la lectura.
Firmé papeles a menos velocidad que el discurso de la señorita que intentaba venderme todos y cada uno de los productos que ofrecía la institución. A veces mi esposa levantaba la vista y miraba a través del cristal, me sonreía y pasando una página volvía a meterse en la lectura.
— Eso es todo. Permítame su identificación para sacarle una fotocopia y ya terminamos.
Si hubiese tirado una rana sobre la mesa no habría tenido peor efecto que mi pobre pasaporte azul. ¿Y esta mierda qué es? decían sus ojos sobreponiéndose de mala manera al descontento.
— ¿No tiene usted pasaporte de este país?
— No.
— Un momento— despareció de mi vista rumbo a las oficinas de la gerencia.
Todo allí era lujo, los muebles, el aire a respirar. Había señoritas ensimismadas en sus ordenadores, alguna hacía una fotocopia y dejaba a la vista el maravilloso paisaje de su figura. Acá otra acababa de vender algún producto del banco y con una sonrisa de oreja a oreja acompañaba a sus clientes hasta la puerta. Vamos, como un prostíbulo, pero con ropas…
— Disculpe usted…
Tras de mi hay un señor alto, elegantemente vestido. En sus manos mi pasaporte azul.
— …lamento decirle que no podemos aceptarlo como cliente nuestro.
— ¿Y eso?
— Vea usted, esta es una institución americana y no nos está permitido dar servicios a ciudadanos de su país… El embargo ¿sabe usted?
— Pe… pero yo vivo en Europa, a Cuba no puedo volver y aquí estoy legal con todos mis papeles en regla y…
— Mientras tenga usted el pasaporte cubano no podemos aceptarlo. Como pudo comprobar usted hace un momento su país ni siquiera está en nuestros ordenadores.
No sé qué fue peor, si entender y aceptar yo lo que estaba pasando o la reacción de mi esposa cuando le conté lo ocurrido en el vestíbulo.
— ¡Espérame aquí!
Como una fiera atravesó la puerta de cristal y sin pedir permiso comenzó a cantarle las cuarentas al gerente de aquella mierda. Habíamos cambiado los papeles, ella adentro y yo observándole del otro lado del cristal. Manoteaba, las venas del cuello a punto de reventar.
Al final, me hizo una seña para que me uniera a ella, llegué a su lado arrastrando los pies y con la cabeza baja…
— Bien si usted responde por ambos, abrimos la cuenta a nombre de los dos, pero me veo en la necesidad de advertirle (y hacerle firmar) que les está terminantemente prohibido transferir fondos a Cuba desde esta cuenta. Si alguna vez lo hacen, su cuenta va a ser cerrada y los fondos que tenga, cualquiera que sean serán confiscados. Además no pueden usar nuestra tarjeta de crédito en Cuba…
Acepté casi en un susurro, esperando una explosión de su parte, pero lejos de eso hizo una señal a la señorita que recuperó su sonrisa y firmamos… ¡claro que los dos! Mi esposa como… como persona a cargo de mi y yo… pues bueno, yo como eso… como lo que no soy y nunca he sido.
Ya casi en la puerta se me ocurrió una idea y regresando sobre mis pasos le dije:
— Señor, despreocúpese, en mi país, la tarjeta no vale nada, no la aceptan como buena… ni la mía, ni la suya… El embargo ¿sabe?
http://skapada.com/embargo-una-historia-real/
Trataré…
Entré por primera vez al banco una mañana de invierno. Había decidido abrir una cuenta, llevaba mi nómina y la inmensa alegría de tener un empleo apenas tres meses después de llegar a este país. Por casualidad mi esposa había decidido acompañarme al centro, para una vez terminado el trámite que debía durar no más de 20 minutos, ir a hacer las compras de la semana. Una señorita muy elegante anunció mi nombre en el vestíbulo y el eco de mis eñes al rebotar con las paredes hechas de granito y lujo me pareció divino. La seguí y mi esposa se arrellanó en su butaca, tomo una revista y se concentró en la lectura.
Firmé papeles a menos velocidad que el discurso de la señorita que intentaba venderme todos y cada uno de los productos que ofrecía la institución. A veces mi esposa levantaba la vista y miraba a través del cristal, me sonreía y pasando una página volvía a meterse en la lectura.
— Eso es todo. Permítame su identificación para sacarle una fotocopia y ya terminamos.
Si hubiese tirado una rana sobre la mesa no habría tenido peor efecto que mi pobre pasaporte azul. ¿Y esta mierda qué es? decían sus ojos sobreponiéndose de mala manera al descontento.
— ¿No tiene usted pasaporte de este país?
— No.
— Un momento— despareció de mi vista rumbo a las oficinas de la gerencia.
Todo allí era lujo, los muebles, el aire a respirar. Había señoritas ensimismadas en sus ordenadores, alguna hacía una fotocopia y dejaba a la vista el maravilloso paisaje de su figura. Acá otra acababa de vender algún producto del banco y con una sonrisa de oreja a oreja acompañaba a sus clientes hasta la puerta. Vamos, como un prostíbulo, pero con ropas…
— Disculpe usted…
Tras de mi hay un señor alto, elegantemente vestido. En sus manos mi pasaporte azul.
— …lamento decirle que no podemos aceptarlo como cliente nuestro.
— ¿Y eso?
— Vea usted, esta es una institución americana y no nos está permitido dar servicios a ciudadanos de su país… El embargo ¿sabe usted?
— Pe… pero yo vivo en Europa, a Cuba no puedo volver y aquí estoy legal con todos mis papeles en regla y…
— Mientras tenga usted el pasaporte cubano no podemos aceptarlo. Como pudo comprobar usted hace un momento su país ni siquiera está en nuestros ordenadores.
No sé qué fue peor, si entender y aceptar yo lo que estaba pasando o la reacción de mi esposa cuando le conté lo ocurrido en el vestíbulo.
— ¡Espérame aquí!
Como una fiera atravesó la puerta de cristal y sin pedir permiso comenzó a cantarle las cuarentas al gerente de aquella mierda. Habíamos cambiado los papeles, ella adentro y yo observándole del otro lado del cristal. Manoteaba, las venas del cuello a punto de reventar.
Al final, me hizo una seña para que me uniera a ella, llegué a su lado arrastrando los pies y con la cabeza baja…
— Bien si usted responde por ambos, abrimos la cuenta a nombre de los dos, pero me veo en la necesidad de advertirle (y hacerle firmar) que les está terminantemente prohibido transferir fondos a Cuba desde esta cuenta. Si alguna vez lo hacen, su cuenta va a ser cerrada y los fondos que tenga, cualquiera que sean serán confiscados. Además no pueden usar nuestra tarjeta de crédito en Cuba…
Acepté casi en un susurro, esperando una explosión de su parte, pero lejos de eso hizo una señal a la señorita que recuperó su sonrisa y firmamos… ¡claro que los dos! Mi esposa como… como persona a cargo de mi y yo… pues bueno, yo como eso… como lo que no soy y nunca he sido.
Ya casi en la puerta se me ocurrió una idea y regresando sobre mis pasos le dije:
— Señor, despreocúpese, en mi país, la tarjeta no vale nada, no la aceptan como buena… ni la mía, ni la suya… El embargo ¿sabe?
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arcoiris- Admin
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